De un momento a otro me encontraba en un vagón del metro de Madrid, inamovible entre cientos de personas. Un metro que tenía como destino Plaza España y, como compañía, a tan solo unos centímetros de mí, Álvaro Medina.
Con cautela, miré por encima de mi hombro. La cantidad de empujones que había recibido desde que habíamos entrado era incontable. Un paso más y chocaría contra el pecho de un hombre de mediana edad. Detestaba el metro por ese mismo motivo, sobre todo en esta ciudad. Daba igual la hora del día o el vagón en el que entrases, más cercano o lejano a la salida, no existía el distanciamiento físico. Cada pocos minutos se detenía en una estación y el bullicio se volvía más intenso.
Ser atenta no se reunía entre mis mayores cualidades, pero aquella vez mantuve la mirada fija en el letrero hasta que las letras que anunciaban nuestra parada alumbraron la pantalla. Hice un esfuerzo por adelantarme a los demás pasajeros y acercarme a la puerta, pero fue en vano. Sobre todo, por la gran figura que permanecía en frente, aquel hombre que se había propuesto impedirme el paso, a pesar de que esta no fuese su parada.
Álvaro debió percibir mi angustia porque, antes de que pudiese estallar en una discusión, me cogió de la mano con sutileza y se deslizó entre la multitud.
En cuestión de segundos me dejó claro que dominaba aquel espacio mucho mejor que yo.
—A ver si lo he entendido bien, no te gusta la Navidad —reflexionó en voz alta una vez salimos de la estación.
—No.
—¿Y cuál es tu festividad favorita?
Contemplé ensimismada el vaho que salía de mi boca, similar a una nube de humo que una bocanada de aire se llevaría consigo. Sin embargo, este permaneció un poco más, obligándome a contemplar la forma en que desaparecía.
—Probablemente Halloween —respondí, sin pensármelo demasiado.
—Val, esa es una tradición muy estadounidense.
—Eso no quita que sea terriblemente alucinante.
Una pizca de ironía consiguió hacernos reír a ambos.
Álvaro sacudió la cabeza y yo pensé en lo diferentes que éramos, polos opuestos que, por algún motivo, habían conectado desde un primer momento. Quizá el motivo fuese tan sencillo como el hecho de ser desconocidos, el poder decir lo que pensábamos sin temor a que el otro nos juzgase.
Sea lo que fuere, me hacía sentir bien, así que decidí hacerle caso cuando me pidió que le siguiese calle abajo, decidida a alargar la velada el máximo tiempo posible.
—Me hubiese encantado entrar una hora antes en la cafetería y encontrarte jugueteando con aquel bolígrafo para enseñarte el encendido de luces —expuso a la vez que se colocaba bien el cuello del abrigo, de manera que la piel de su cuello quedó al descubierto—. Pero como no ha podido ser, deberás conformarte con esto.
La multitud se desvaneció poco a poco, desviándose en diferentes direcciones, pero nosotros no nos movimos. Dejamos atrás la boca del metro para tener, a pocos metros de distancia, el gran árbol de Navidad que ocupaba el centro de la plaza. Las luces, de varios colores y formas, me deslumbraron por un instante.
Mi boca se abrió inconscientemente, pero me obligué a cerrarla, un tanto avergonzada; Álvaro se había dado cuenta y en sus ojos ya podía distinguirse un haz triunfal.
—¿Y bien?
—No está mal. —Me encogí de hombros. Ante su insistente mirada, decidí añadir—: Todas las calles de Madrid están adornadas con luces. No viviré en Gran Vía, pero te recuerdo que mi barrio también está decorado.
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Bajo las luces de Madrid (Historia Navideña)
عاطفيةValeria prefiere la tranquilidad de su rutina a la algarabía de las fiestas navideñas. Solitaria y poco entusiasta, su único respiro diario es una pequeña cafetería en el centro de Madrid. Es allí donde conoce a un joven que hará todo lo posible por...