Parte I: La galleta de la esperanza

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No recordaba la última vez que experimenté aquel cosquilleo en el estómago cuando se acercaban las fiestas

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No recordaba la última vez que experimenté aquel cosquilleo en el estómago cuando se acercaban las fiestas. Ya no me emocionaba. Faltaba una semana para Nochebuena y ni siquiera había adornado el piso; de hecho, no me había molestado en ir a comprar la decoración. Había adquirido una corona navideña para la entrada, pero no había rastro del árbol, las luces o el belén.

Hacía unos meses que me había mudado a lo que en aquel momento llamaba mi «nuevo hogar», otra oportunidad para empezar de cero. Al principio, pensé que alejarme de la residencia de estudiantes era lo que necesitaba, pero no tardé mucho en darme cuenta de que nada estaba más alejado de la realidad. Mi nivel de estrés no había disminuido, y ahora me sentía más sola que nunca.

Aun así, tener a cinco minutos en metro la oficina donde había empezado las prácticas compensaba esos momentos de soledad.

Me autoconvencía de que prefería ese aislamiento que me había impuesto, pero anhelaba aquellas tardes en la cafetería tanto como las noches en vela en las que acababa desistiendo y uniéndome al escándalo de los estudiantes. Ahora, esas noches quedaban muy lejos y, a pesar de que me encantaba quejarme de ello, no hacía nada por cambiarlo.

Entré en mi cafetería de confianza. Quizá no era la más cercana al apartamento, ya que en mi calle había otros dos bares —ninguno de ellos ofrecía un café aceptable—, pero sí la que más me gustaba. Era acogedora y tranquila, Starbucks jamás podría hacerle competencia a la familiaridad con la que me trataban los dueños.

Pedí un café con leche y me senté en la mesa de siempre. Macarena trató de convencerme para que comprase una de las magdalenas navideñas que había cocinado. Cedí cuando me tendió sobre la mano una de chocolate, decorada con el adorable bigote blanco de Santa Claus, aunque el hecho de que acabase de salir del horno y el olor a cacao fuese más intenso fue un punto a favor.

—¿Un día duro? —Posó la taza y el pequeño plato adornado con flores de colores sobre la mesa.

—Todo lo contrario, demasiado aburrido.

—No te preocupes, esa tranquilidad no durará mucho más —rio mientras se limpiaba las manos en el delantal—. Es Navidad, querida, y estás en Madrid.

Negué con la cabeza y se me escapó una inevitable sonrisa.

Madrid. Una gran ciudad que, a estas alturas, me había ofrecido poco más que noches de desvelo y una carrera universitaria. Una ciudad que pedía más de mí, más de lo que podía ofrecerle. Una ciudad que me había quedado grande.

Mientras esperaba a que el café se enfriase, y antes de probar la deliciosa magdalena, cogí la galleta que lo acompañaba. Macarena las había nombrado «galletas de la esperanza», una adaptación a las originales «de la suerte». Mucha gente venía para probarlas y, de paso, ansiar que un papelito, completamente aleatorio y sin fundamentos, les describiese su destino.

Varias veces le pregunté por qué comenzó a hacerlo, y su respuesta siempre fue la misma: «Tienes razón, no soy adivina, pero si con un simple acto puedo hacerles felices ¿por qué no poner de mi parte para que así sea?».

Bajo las luces de Madrid (Historia Navideña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora