Parte III: Una bonita casualidad

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Cuando salimos de la tienda y me di cuenta de que seguía en Madrid me llevé una pequeña decepción. Esperaba encontrarme en un pueblo bávaro, completamente nevado y alejado de la ciudad, pero no nos habíamos movido del centro de la capital.

Álvaro estaba haciendo un buen trabajo porque imaginarme en un lugar frío en el norte era mi definición de película de terror, pero en tan solo unas horas había conseguido convertirlo en un escenario de ensueño.

De camino a la siguiente parada me sorprendí a mí misma contándole historias de mi vida en Madrid, las menos vergonzosas pero suficiente interesantes como para mantener su atención y, aun así, consiguió hacerme sentir que, le contase lo que le contase, seguiría escuchándome. Álvaro no se quedó corto y me habló de él sin tabús; me dio la sensación de que no se cuestionaba qué decir o hacer. Me ablandó la ternura con la que definía a sus padres, prescindiendo de esa postura despreocupaba y rebelde que parecía no querer abandonar.

Decidí abrirme un poco más y le hablé de Clara, de Coco, nuestro perro, e incluso de mis padres. No mencioné su separación, tampoco que mi padre tenía nueva pareja, se habían ido a vivir juntos y debía pasar con ellos las Navidades. No lo hice porque, a pesar de que haber transcurrido más de dos años, el hecho de vivir en otra ciudad me había impedido procesarlo.

—¿Otro mercadillo? —pregunté sorprendida al llegar a nuestro siguiente destino—. No serás tú un chico consumista, ¿no?

—Trabajo en un Corte Inglés, Val, ¿responde eso a tu pregunta?

Reí abiertamente, incapaz de apartar mis ojos de los suyos, y me sorprendió encontrar la magia de la que me había hablado en diversas ocasiones allí, en sus pupilas.

Álvaro siguió mis pasos, movidos de un lado al otro de la plaza sin destino. Más pequeño que el de Plaza Mayor se caracterizaba por el gran abeto y la pista de hielo. Luces, dulces, figuras artesanales, artículos navideños de lo más divertidos y otros decorativos capaces de convertir al amante de la Navidad más ahorrador en consumista. Aun así, el encanto que envolvía el lugar era indiscutible e incluso a mí, que nunca me había fascinado demasiado, me conquistó.

Acabé en una parada similar a la que me había impresionado horas atrás ensimismada con la misma pieza decorativa, aunque nunca hubiese dos idénticas.

—¿Un trineo?

Álvaro se colocó a mi lado y ojeó la bola de cristal por encima de mi hombro.

—Es bonito, ¿no te parece? —pregunté en respuesta.

—¿Por qué no la compras?

—Ya lo sabes, Álvaro, no me gusta la Navidad y mucho menos los adornos navideños. Son... demasiado.

—¿Estás segura?

La observé de nuevo. Era preciosa, de tamaño mediano con copos nieve en su interior si la agitabas. El trineo reposaba en lo alto de una montaña nevada, cerca de un pueblo en el que la Navidad se había instalado. Estaba hecha con una dedicación indescriptible, visible solo para aquellos que valoraban el esfuerzo ajeno. Su valor debía ser muy elevado.

—¿Cuál es su precio? —le pregunté a la señora.

—¿Cuánto me ofreces, bonita?

Me fijé en el cartel en el que indicaban que solo se aceptaban pagos en efectivo. Saqué el monedero y comprobé cuánto dinero llevaba encima. Un billete de veinte euros y calderilla.

—¿Es suficiente?

La señora cogió el billete y me tendió el objeto envuelto en una caja de cartón. Su sonrisa fue contagiosa.

Bajo las luces de Madrid (Historia Navideña)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora