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Masaru estaría mintiendo si dijera que no se sorprendió cuando se enteró que Katsuki, su adorado hijo, había empezado una relación.

Katsuki nunca había estado interesado en el romance, incluso detestaba cuando Mitsuki y él tenían la más mínima muestra de afecto físico. Y siempre estaba tan enfocado en su meta de convertirse en el número uno que Masaru creyó que una relación solo presentaría una distracción para él.

Masaru lo entendía de cierta forma. Estar en una relación era asumir la responsabilidad de una constante decisión: elegir a la persona que amas; elegir estar a su lado, apreciarla y respetarla. Con el nivel de compromiso que tenía Katsuki, Masaru sabía que su hijo no sería diferente en una relación, por lo que no daría paso a esa etapa a menos de que estuviera totalmente dispuesto.

Sin embargo, Katsuki apareció en casa un día de invierno, vestido con una polera roja que Masaru nunca había visto entre sus cajones y, lo mas sorprendente, con una de sus manos entrelazada con la de Eijiro.

Sí, Eijiro ya los había visitado muchas veces antes; era el mejor amigo de su Katsuki después de todo. Pero las manos juntas, el sonrojo en el rostro de Eijiro y el gesto de desafío de Katsuki no podían significar otra cosa más que una cosa.

Si a Masaru le preguntaran, Katsuki amaba como un huracán. Desde pequeño lo había hecho. Empezaba lento para luego arrasar e inundar todo. Masaru lo sabía muy bien porque era la misma forma que amaba Mitsuki. Era constante e intenso, aunque al comienzo parecía no serlo.

Sin embargo, en donde Katsuki solo parecía ser la copia en el físico y el temperamento de su madre, había algo de Masaru en él. Porque mientras Mitsuki amaba como un huracán y mostraba amor sin poder apartar sus manos de alguien, Katsuki observaba los pequeños detalles y hacía favores cada vez que podía.

Como en ese momento. Como era costumbre cada vez que Katsuki y Eijiro llegaban de visita, Masaru y él se encargaban de la comida, a pesar de la insistencia de su yerno de ayudar.

Katsuki lo echó de la cocina, señalando que si se quedaba, iba a quemarla. Masaru sonrió divertido cuando vio que Mitsuki ni asomaba la cabeza. Todos sabían que la comida tampoco era el fuerte de su preciosa esposa.

Así que estaban ahí los dos, Masaru y Katsuki, encargándose del almuerzo. Masaru giró su cabeza para ver a Katsuki trozar la carne para luego echarla sobre el aderezo que había preparado. Nada de picante. Era una de las primeras cosas que Masaru notó que su hijo había cambiado desde que empezaron su relación.

Masaru tomó el recipiente donde empezaría a preparar la mezcla para el postre cuando escuchó la contagiosa risa de Eijiro. Alzó la mirada hacia la sala —gracias al concepto abierto—, y se encontró con su esposa y su yerno conversando y riendo. Masaru se distrajo con los ojos rubí de Mitsuki brillando con diversión pura y con la manera en que sus labios se ladearon en una sonrisa. Parecía hipnosis. Porque una vez que los ojos de Masaru se topaban con su rostro, siempre resultaba difícil quitarlos de encima.

Masaru siempre se preguntaba qué había visto Mitsuki en él, a pesar de que ella ya le había dado la respuesta.

Sacudió la cabeza con ligereza, dispuesto a enfocarse en lo que estaba preparando, pero cuando vio de reojo a su derecha, notó la mirada de su hijo fija en donde la suya lo había estado unos instantes antes, solo que el dueño de esa expresión vibraba en tonos rojizos.

Masaru sonrió antes de colocar una mano sobre el hombro de Katsuki, quien pestañeó un par de veces antes de mirarlo a él.

—¿Qué?

—¿Disfrutando la vista?

Katsuki bufó, mas no negó nada.

—Como si no hicieras lo mismo con la vieja.

Especial para Katsuki | KiribakuDonde viven las historias. Descúbrelo ahora