2 - Pinturas en el aire

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Viajé a la mansión del lago, me hundí entre delicias de blanco y negro, amoríos vanos y otros que no tanto, conseguí su mirada y confesé lo que quería confesar desde el alma.

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I

Louis y yo caminábamos juntos por el sendero tomados de las manos —más bien, del dedo índice—, íbamos a paso lento y nos mirábamos con timidez de vez en cuando. La luna iluminaba poco, la selva era densa y fría.

—Lamento lo que sucedió —me dijo con vista al suelo.

Debajo de mi cabello y más abajo de mis ojos tristes, en mi boca, las ganas por besarlo me fueron infinitas en el pecho, que sentía que de él me brotaban luces y a las vez lágrimas.

—No es del todo tu culpa... —respondí porque sabía que se echaba la culpa por todo lo que sucedía en la vida.

—Ya no nos volveremos a ver —musitó mirando la luna de cristal en el ancho mar negro que flotaba sobre nosotros.

—Pero jamás te olvidaré —me apresuré a decir.

Aunque las cosas habían pasado, lo habían hecho muy rápido. Louis era una persona llena de errores, pero me enamoré de cada uno de ellos y al final fracasé tanto como él en esta historia. Era una pérdida de tiempo llorar hasta que mis mejillas se surcaran y pudiera plantar un huerto en ellas por alguien como él, así que tomé la decisión de amar a John e irme lejos, sin saber que una despedida así, así de pronto, dolería tanto.

Lo abracé, y aunque anhelaba un beso suyo, sabía que su olor era tan puro, tan fuerte, que en cada beso de John, lo recordaría más a él y me mataría poco a poco. Las lágrimas corrieron por mis ojos como purpurina dorada, como la que al conocernos significaba alegría y hoy al despedirnos significaba tristeza. No quería llorar, porque la purpurina dejaba rastro en la ropa y en la mirada, pero eso era mejor que vivir suspirando cinco mil vientos de alta mar cada vez que pensaba en Louis.

Él sostuvo mis lágrimas en sus manos, un cerro de purpurina dorada, y me miró con una sonrisa triste luego de que hube terminado. Besó mi frente sabiendo que me iría y soltó dos lagrimas gordas que parecían diminutas alas hechas purpurina plateada encerradas en la luna de cristal. No solía llorar, pero cuando lo hacía, soltaba una o dos lágrimas que llevaban mil palabras en ellas, mil reproches contra él mismo por perder lo que quería poseer.

Sostuve sus lágrimas en mis manos, y aunque solo fueron dos de ellas, era un cerro de purpurina como el mío. Louis lloraba como yo lo hacía, solo que lo expresábamos de distintas formas.

Puse sus lágrimas sobre las mías. Las doradas tomaban a las plata, mezclándose como un reloj de arena, y se echaban a volar. Las luciérnagas de nuestras lágrimas iluminaron la noche, pues entre más alto volaban, más grandes se hacían. Se pusieron sobre los faroles apagados que iban a lo largo del sendero, el sendero que terminaba a la orilla del mar, y allí se quedaron prendidas hasta morir.

Cuando llegamos hasta el final, Louis siguió su camino y yo el mío. Cada salpicar del agua era un cristal roto que se había caído de arriba, por eso ves que brillan las olas cuando es de noche, y por eso ves que el cielo, con cada corazón roto, se queda con menos estrellas.

II

Regresé de la playa a los brazos de John. Claro que lo amaba, pero pienso que a veces uno busca que le rompan el corazón y ya. No me dijo nada aunque sabía con quién estaba. Me amaba y no le importaba sacrificar su orgullo por mi.

Me condujo al coche y viajamos por la carretera ondulada a media noche, donde ya las luciérnagas de nuestras lágrimas no pudieron iluminar más y las palmeras a lo largo del camino eran inhumanas garras amenazando con atraparnos.

No le creo, señor Samsa y otros relatos diferentes Donde viven las historias. Descúbrelo ahora