01: El ángel alado

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"Así que fuimos hacia el río, donde los fantasmas victorianos rezan, para que se rompan sus maldiciones

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"Así que fuimos hacia el río, donde los fantasmas victorianos rezan, para que se rompan sus maldiciones.

Fuimos por debajo de los arcos, donde están las brujas y, dicen, hay pueblos fantasmas en el océano." – Coldplay.

Las manos le temblaban, quizá porque tenía frío o porque estaba nerviosa, y sí, estaba nerviosa.

Rebuscó en el bolso su billetera y cuando la tuvo entre sus dedos miró hacia el frente, un par de cabezas más adelante estaba Mauricio, el chico que atendía el bufete. Andrea se acomodó el cabello para un lado, sus pies se movían a un compás extraño pero consecutivo.

Era la hora del almuerzo, todos los que trabajaban en aquel Estudio de Diseño se apiñaban en la fila de la comida, que no eran gran cosa, pero te sacaba el hambre para luego seguir trabajando hasta las cinco de la tarde. Andrea era parte de todo aquel alboroto, un alboroto que le molestaba. Hubiese ido a comprar un sándwich en el bar que estaba abajo, pero no quería perderse el ver a Mauricio, un chico nuevo que había empezado a atender la mesa de la comida hacía ya dos semanas. A los dos días de entrar, toda la oficina se derretía por él, incluso el jefe de redacción, que era gay. Andrea descubrió que también le gustaba, pero era un gusto caprichoso, nada más.

La cola de personas seguía avanzando. Ella continuaba nerviosa, y no era la única. Eso también le fastidiaba, no ser la única que deseaba a aquel chico, por lo que de golpe dejó de sentirse nerviosa. «No voy a ser otra del montón, hay tantas personas en el mundo, mira se me voy a hacer tanto drama por este chico», se dijo furiosa y a la vez relajada. Cuando llego ante Mauricio, solo le pidió una ensalada y una botella de agua. Intentó no mirarle a los ojos e irse rápido, la mayoría de sus compañeras se quedaban como cinco minutos mirándolo, relamiéndose los labios e incluso entablando una conversación que llevaba diez minutos más...

― ¿Comes con nosotras? ―preguntó la compañera de Andrea, que se sentaba junto a ella en la oficina.

―No, voy a tomar un poco de aire, después subo ―contestó mientras se iba dirigiendo al ascensor.

Andrea recordaba muy pocas veces en las cuales hubiese almorzado con la gente de su trabajo. No le gustaba estar sola, pero el parloteo constante de chismes y eventos futuros la aburrían.

Aferró su bolso contra su pecho y con la otra mano sostuvo con firmeza la ensalada y la botella de agua. Ingresó al elevador dejándose caer en la pared del cubículo. Observó cómo algunos entraban con ella, pero no le importaba mucho. Ya deseaba estar en la calle y oler ese aroma a libertad, a frescura invernal.

El descenso no duró demasiado, el Estudio de Diseño estaba en el quinto piso... Las puertas se abrieron y Andrea se lanzó hacia el exterior. Bocinas acá, gritos allá, gente caminando apurada, los semáforos cambiaban de verde a rojo, se escuchaban los rápidos frenazos de los autos. Andrea suspiró. «Menos mal que vivo fuera del micro-centro, esto es un caos», agradeció mientras comenzaba a caminar hacia la esquina de aquella cuadra.

El último aliento de las flores ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora