"Y no hay remedio para el recuerdo de rostros. Como una melodía, no dejaré mi cabeza.
Tu alma está acechándome y diciéndome, que todo está bien, pero desearía estar muerta..." - Lana del Rey.
Había amanecido lloviendo, las gotas barrían las cunetas, se llevaban las hojas... Golpeteaban los vidrios, se aglomeraban contra los parabrisas. Toda aquella mañana había caído una llovizna ligera. Pero luego, el rey astro volvió a resurgir de entre las nubes. Como hechizo de magia, solo quedaron las pequeñas perlas en las telarañas, los charquitos de agua en las calles y esa frescura mentolada que deja la lluvia.
Para cuando Andrea dejó su apartamento para ir hacia el bar, el sol bajaba por el horizonte, tan sangriento como herida de cañón. La gente salía de sus oficinas, se aflojaban las corbatas, las camisas. En algunas plazas, los niños se columpiaban en las hamacas, mientras que otros iban por un jugo de naranja o incluso, tomar un helado. El día se había vestido de fiesta, como si ese aguacero pasajero hubiese limpiado la pesadumbre de la ciudad.
Los taxis iban y venían; en el que ella estaba sonaba una radio de chismes. Miraba su celular a cada segundo, los semáforos parecían tardar mucho más de lo normal. Minutos antes, le había enviado un mensaje a Mariano, avisándole que ya estaba yendo para allá, sabía que él no contestaría. En una de las primeras tardes que habían compartido en el cementerio, Andrea le había preguntado si sus envíos le llegaban ―no le había mandado muchos, solo para avisarle que ese era su número y cómo estaba―, Mariano le informó que las notas le llegaban, pero no podía responderlos, según él, algo andaba mal con la empresa. Por esa razón sabía que no le contestaría, pero al menos, lo vería.
Se acomodó la chalina que traía al cuello, un rico perfume se desprendía al moverlo. Luego de una larga meditación, había optado por unos jeans azules, una remera blanca con estampado hindú y un saco de pana negro. Más allá diviso el lugar de reunión, en el cual las mesitas se desparramaban por el comienzo de la peatonal. Las sombrillas estaban cerradas, las masetas desprendían flores invernales, que parecían brillar con el contraste de las lámparas.
Le pagó al taxi y se encaminó al sitio de encuentro. La vivacidad la envolvió, le agitó su cabello hacia todas partes, y para cuando entro al bar, acarreaba un vendaval de frescura. En una esquina, contra los ventanales que daban a la peatonal concurrida, sus amigas Inés y Carina con sus respectivas parejas, la saludaban. Sonrió al contemplarlos y con pasitos apresurados avanzó hasta ahí. « ¿Y Mariano?», se preguntó al ver que él no se encontraba entre las sillas.
―Hay perdonen que tardé, lo que pasa es que esos taxis se ponen lentos.
―No pasa nada, pero ¿dónde está tu "amigo"? ―inquirió Inés haciéndole un lugar en la mesa.
Andrea se preguntaba lo mismo. « ¿Le habrá llegado el mensaje? ¿Estará viniendo? ¿Y si se olvidó de la dirección?» Nerviosa se sentó en la silla de madera pulida. Dos mesas se juntaban, unas velas dentro de sal gruesa iluminaban con tranquilidad. Ya les habían entregado la carta.
ESTÁS LEYENDO
El último aliento de las flores ©
Mystery / ThrillerLa soledad, la frescura, los cantos apagados de cuervos en la lejanía... Todo aquello esta puesto en escena dentro de un cementerio lúgubre y concurrido. Andrea, nuestra protagonista, ama caminar por aquellos pasillos, admirar las estatuas de ángele...