"Cada vez que intento caminar por los muros, aparecen más muros.
¿Cuál es el punto en que el amor se siente más? ¿Cuándo me vas a creer que estoy aquí?
¿Cuál va a ser la razón para intentar de levantar la voz, si nadie me escucha?
Cada vez que intento tenerte cerca, tú desapareces." - Coldplay
―En una de esas te dijo que era viudo para hacerse el sufrido, viste que a ellos les gusta hacerse los difíciles, los oscuros y después terminan siendo más blandos que la manteca... ―Andrea observó cómo su mejor amiga ponía el agua caliente en un termo. Su flequillo recaía hacia delante en grandes mechones rojos―. Seguro que vive con su mamá y toma la chocolatada con cereales.
― ¡Inés! ―exclamó ella, sus labios se extendían en una sonrisa, tanto que su frente se arrugaba y sus pómulos parecían relucientes manzanas coloradas―. Vos porque no viste sus ojos, parecían soltar lágrimas en cualquier momento... Dale, gírale la tapa a eso de una vez ―agregó mientras se estiraba en el sillón.
Estaban en su departamento, un mono ambiente bastante reformado. Un biombo japonés, con dragones alados y árboles de fresas en flor, separaban la habitación de Andrea con el resto del lugar. El sillón en el cual estaba sentada, ocupaba una gran parte de la sala-comedor improvisada, donde Inés se movía de la mesada a la pequeña cocina.
La siesta transcurría lenta, aquel sábado parecía no tener fin. Pero las dos amigas aun no median el tiempo, sus charlas eran mucho más importantes, sus chismes de la semana eran prioridad, y sus secretos eran infranqueables. Ambas se sentaban en el gran sofá, con un termo de té, un frasco de galletas variadas y sus vidas desaparecían del mundo. De esa forma, Andrea le contó que había conocido a un chico bastante interesante, del cual omitió confesar dónde lo había encontrado. Pero, a Inés parecían no importarle los detalles, solo se alegraba que su compañera de amistad hubiese encontrado a alguien, para ella era lindo sentir ese calor corporal fuera de sí, tan único como el sentir vértigo o nauseas.
Andrea seguía hablando, hablaba de cómo era Mariano: ella lo describió alto, porque los hombres apuestos eran altos, de ojos ambarinos, tan curiosos y atentos. También detallo su piel, tan blanca como la cera de las velas, o como las nubes de verano. Su rostro era como el de las estatuas griegas, con rasgos finos, perfectos. Tal vez estaba exagerando, cuando uno se enamora exagera las cualidades de la otra persona...
―Todo un galán, en fin ¿lo vas a ver de nuevo? ―dijo Inés mientras mordía una galleta. Andrea miraba a su amiga comer, mientras le daba sorbos lentos a su té de hierbas tibetanas. Podía sentir como el aire caliente de la calefacción le llegaba hasta el cuello, la espalda―. Por lo menos invítalo a tomar un café o a comer una pizza ―agregó la chica.
― ¿Vos decís? ¿Y si me dice que no? Tal vez tiene novia, o trabaja hasta tarde...
―No seas tonta, vos invítalo. Jugate la carta, después ves, tampoco estas planeando casarte con él. ―exclamó Inés mientras se estiraba levantando los brazos―. Pero conociéndote, sos capaz de planear hasta cómo van a morir juntos.
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El último aliento de las flores ©
Mystery / ThrillerLa soledad, la frescura, los cantos apagados de cuervos en la lejanía... Todo aquello esta puesto en escena dentro de un cementerio lúgubre y concurrido. Andrea, nuestra protagonista, ama caminar por aquellos pasillos, admirar las estatuas de ángele...