Prólogo

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La habitación se encontraba en penumbra, sólo una vela tan tenue como testaruda plantaba cara al negro absoluto. La jovencita se deslizó por la oscuridad, guiada por los contornos que dibujaba la luz de la llama, y por sus ojos largamente acostumbrados, claro.

Tan pronto como tanteó la silla, la corrió y se sentó a la mesa, allí donde la esperaba un plato de comida caliente. El aroma ya le había anticipado lo que su vista felina confirmó. Y por supuesto, la protesta no se hizo esperar.

—¿Otra vez pollo con calabaza?

—No te quejes —dijo el viejo con voz ronca, desde el otro lado de la mesa—. Valorá el hecho de tener algo para comer. Si tuvieses que pasar lo que...

—Sí, sí, ya sé —lo interrumpió ella, al tiempo que revoleaba los ojos—. Tus amigos y vos la pasaron mucho peor y no tenían qué comer, bla bla bla. No necesito que me lo repitas.

El viejo tan sólo se limitó a emitir un gruñido por asentimiento y arrancó con los dientes la carne del hueso que correspondía a la pata del pollo.

La chica tomó el tenedor y revolvió la comida con desinterés.

—A veces creo que sólo exagerás para que no me queje de tu comida —dijo, con espíritu de reproche. Entonces el viejo dejó de masticar y ella pudo ver cómo sus labios se tensionaban bajo la despareja y canosa barba—. Es que... —Se tomó un segundo y continuó, ablandando el tono— ...siempre decís que fueron los peores años de la humanidad, pero nunca contás nada más. Ni un detalle que me permita entender...

Como poseído por un pasado encriptado, el anciano llevó lentamente la mano derecha a su pecho, mientras le sostenía una mirada ausente a la oscuridad. El instinto guio sus dedos al contacto áspero de las hojas de un pequeño libro que siempre llevaba en el bolsillo interno del chaleco. Apenas lo palpó, quitó la mano y volvió en sí.

—Comé —ordenó sin más.

Pero ella, ya fuera por capricho o por curiosidad, no estaba dispuesta a dejar pasar por alto ese movimiento.

—¿Es eso lo que está escrito en el libro? ¿Historias de lo que pasó?

La cabeza del viejo giró hacia un lado y luego hacia el otro, con el pesar propio de quien sabe que ha cometido un desliz frente a una mente perspicaz. A continuación, dejó los cubiertos a un lado y adoptó una postura severa. La débil llama proyectó grietas áridas y oscuras alrededor de sus ojos. Había un brillo en ellos que la jovencita no supo interpretar. Notó tristeza, quizás enojo, pero detrás de esas emociones había otras que ella no podía discernir, y eso hizo que se sintiera pequeña y estúpida. Se encogió en la silla, entre el arrepentimiento y la culpa, a los que se sumó una pizca de miedo cuando el anciano por fin puso el libro sobre la mesa.

—En este libro hay más que historias —declaró con seriedad. No había orgullo en su tono—. Estos son los testimonios de personas que vieron el mundo desmoronarse a su alrededor, de la forma más cruel y violenta posible. Te costaría imaginar todo lo que perdieron cuando el desastre se desató.

El rubor en las mejillas de la chica se acrecentaba en igual proporción que el temor en su estómago. Sin embargo, era una oportunidad única de saber...

—Quiero... —comenzó, pero de inmediato reformuló—. ¿Puedo leerlo?

Una negación corporal y sutil fue la primera respuesta. Mas no la única.

—Lo que estas personas vieron, lo que hicieron... quizás sea mejor que nadie lo sepa. Son relatos perdidos, y así deberían quedarse.

—Entonces... ¿por qué conservás el libro?

El viejo dejó escapar una sonrisa nostálgica. Luego suspiró y echó la cabeza hacia atrás, y la mantuvo así algunos segundos antes de volver a enfocarse en su interlocutora. Finalmente pasó sus dedos por la desteñida portada del libro, delineando figuras perdidas de colores rojos ya no tan vivos.

—De acuerdo.

Y entonces lo abrió. Las amarillentas hojas se bañaron del resplandor de la vela, descubriendo trazos tan irregulares como tétricos. La tinta brillaba pese al tiempo que llevaba muerta, y las palabras por ella formadas parecían desesperarse por saltar de las páginas.

De repente, la joven fue abrazada por una corriente fría que llegó con irreverencia y amenaza, como si hubiese sido liberada del interior de aquel libro. Como una maldición egipcia, desatada al abrir la tumba del faraón.

A pesar de los escalofríos, ella se dispuso a escuchar con atención... y no tardó en entender que aquello había sido una mala idea...

Relatos Perdidos: Siete Testigos del ApocalipsisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora