Ocho

236 36 51
                                    

Anker salió de la camioneta con una dormida Sugar entre sus brazos

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Anker salió de la camioneta con una dormida Sugar entre sus brazos. Ella estaba hecha bolita, envuelta en la manta, con la cara contra el pecho de él.

Caminó a pasos apresurados hacia la cabaña de madera que se encontraba en medio de un bosque, alejada de cualquier pueblo. El pelo le volaba en todas direcciones a causa de la brisa gélida de la mañana, aunque no lo podía apreciar por el calor que emanaba de su piel.

Tocó la puerta varias veces sin obtener respuesta; no obstante, después de unos minutos, escuchó los movimientos de alguien desde dentro.

—¿Quién?

—Anker.

Las palabras resonaron en el lugar, y tuvo la impresión de que las aves alzaron el vuelo a causa de su voz. 

La madera rechinó al momento en que un anciano abrió, despacio.

—¿Anker?

—El hijo de Arthur Kabana.

Los ojos ambarinos del viejo se abrieron como pocas veces sucedía.

—Tenía muchos años que no escuchaba ese apellido —dijo ido.

Anker miró a todos lados, después observó al señor que estaba en una especie de limbo.

—Ella necesita ayuda.

Las palabras le salieron a borbotones, y le hicieron amargas. Sin embargo, fueron suficientes para llamar la atención del dueño del lugar.

—Pasa, hijo —dijo a la vez que se hacía a un lado.

El olor a café, mezclado con algo más, inundó las fosas nasales de Anker. La cabaña no era tan pequeña y había muchos muebles, aunque la mayoría eran viejos. El piso de madera crujió ante sus pisadas.

—¿Quienes son? —preguntó una chica de unos veinte años, bisnieta del señor.

—Los invitados de los que te hablé.

Un escalofrío recorrió la espalda de Anker, pero lo dejó pasar porque necesitaba un sitio seguro para Sugar.

—Soy Abia —se presentó la chica de pelo negro lacio y ojos verdes—. Tráela.

Lo guió por un pasillo estrecho hasta que abrió una puerta. La habitación tenía una cama individual, pequeña. Era impersonal, las paredes de tonalidades grises y un armario mediano en mal estado.

Anker depositó a Sugar sobre el colchón con cuidado y le arregló la manta en el proceso.

—Se desmayó hace media hora —informó a la chica que sostenía una taza humeante con las dos manos. 

—Solo está agotada, se pondrá bien —aseguró sin despegar la mirada de Sugar—. Necesitas buscar tus cosas.

Anker asintió, a pesar de que ella no lo veía. Los ojos de Abia no se despegaron de Sugar, incluso después de que él salió del cuarto.

Anker ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora