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Transcurrió una semana desde la última vez que Lillian se obligó a vomitar.

Por las mañanas, Kourt le preparaba el desayuno, cada vez con mayor fluidez, y durante su descanso en el trabajo, le escribía a Lillian para preguntarle si ya había comido. La mayoría de las veces, ella no le mentía, aunque en algunas ocasiones evitaba comer porque odiaba sentirse hinchada, y más aún odiaría ver sus muslos expandirse o perder su afilado perfil.

Se llenaba de agua y de jugos verdes para evitar comer, y tomaba los suplementos que Kourt le compraba.

Tal vez así conseguiría mejorar sus niveles en la sangre sin necesidad de comer más, aunque, de todos modos, Kourt pospuso la transfusión hasta principios de noviembre con tal de darle tiempo suficiente a Lillian de equilibrar el hierro que le faltaba.

—¿Quieres que te espere? —le preguntó ella, una vez Kourt aparcó en la plaza más cercana a la caseta de seguridad del estacionamiento.

La miró de reojo mientras se desabrochaba el cinturón y, casi renegando, suspiró con pesadez.

—Pero fuera.

Y Lillian asintió.

Otra vez habían regresado al mismo hospital.

La tarde anterior, Tobias había llegado al penthouse donde Lillian y Kourt vivían para tomarle muestras de sangre después de su trabajo.

—Sigue bajo —le advirtió— y puede que también necesites una transfusión después de donar, así que te sacarán más de lo normal.

Después de registrarse en recepción, mientras aguardaban en la sala de espera, Kourt suspiró y, con cierto disimulo, Lillian giró la cabeza hacia el chico. Entrelazaba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos amarillentos.

Otra vez resopló y ella puso los ojos en blanco.

—Ya has pasado por esto antes —le dijo en un murmullo—. Va a salir bien.

—Si me da un ataque de asma...

—Te sentarán, te transfundirán la sangre y nos iremos a casa. No tiene por qué pasar nada distinto.

Kourt le echó un vistazo, pues Lillian había clavado los ojos cansados en las losas del suelo.

—¿Estás bien? —preguntó entonces él, y ella arrugó la frente como si le extrañara su preocupación.

—Sí, ¿por qué?

—Te noto rara.

Lillian chistó.

—Estoy como siempre.

Y él no insistió.

Lillian pasó primero. Tendida sobre la camilla, en una de las frías salas del hospital, observó la sangre fluir por el tubo mientras se la extraían. No lo admitiría, pero tenía miedo. Sabía que Kourt estaba al otro lado de la puerta, esperando, y se sentía culpable por no poderle ceder tantos glóbulos rojos como él necesitaba.

Su estómago rugía.

En las últimas doce horas, no había ingerido más que dos jugos verdes y una manzana, y cuanto más tiempo pasaba acostada, más vueltas le daba la cabeza. Pero no se lo había dicho a Kourt. Tampoco mencionó que sentía las piernas tan débiles que apenas podía sostenerse en pie, porque prefería pasar hambre a engordar. Además, no quería arriesgarse a que él se enterase y se enojara con ella.

—¿Te sientes bien?

Lillian cerró los ojos. Escuchó la voz de la enfermera al mismo tiempo que una ola sofocante de calor la recorrió de los pies a la cabeza.

Hasta el último de tus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora