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Cuando Kourt regresó del hospital, estaba lloviendo como si el cielo fuese una cascada. Hacía tanto frío que una ola de granizo se mezcló con la lluvia ácida que golpeaba las carreteras y salpicaba los edificios con tanta fuerza que resultaba ensordecedor. Retemblaban las paredes cada vez que los truenos partían el cielo negro. Pero el mismo caos que se filtraba en el alcantarillado e inundaba los sótanos había desordenado la mente del muchacho.

Se había equivocado y lo sabía.

Odiaba que hubiese entrado a su dormitorio cuando explícitamente le pidió que no lo hiciera, y hubiese revisado sus papeles, pero se odiaba más por haberle gritado. Cada vez que recordaba a Lillian encogiéndose, como si él fuera capaz de zarandearla, unas ganas insoportables de estrangularse lo poseían.

Tal vez fue el rato a solas que pasó recibiendo la radiación, pero fue suficiente para replantearse todo lo que había dicho y hecho, y llegó a la conclusión de que no podía seguir perdiendo el tiempo.

Más tarde llamaría a Amelie para averiguar qué le había hecho pensar que sufría de hepatitis. Nadie más que él, y ahora Lillian, sabía el nombre de su enfermedad, precisamente para evitar malentendidos.

—Lillian, ¿podemos hablar?

Había tocado a la puerta de la chica, pero no obtuvo respuesta. Si no quería hablar con él, lo entendería, pero decidió insistir una vez más.

Tras fracasar por segunda vez, bajó la vista por el pasillo. No estaba en el baño tampoco. Y se preguntó si habría entrado a la cocina. Al pasar por delante del salón, no la vio, aunque sus ganchos y madejas de hilo celeste seguían allí, revueltos sobre una de las plazas del sofá, donde solía sentarse.

Pero en la cocina encontró a Urijah, secando platos.

Y cuando lo juzgó de arriba abajo, él quiso morirse de vergüenza. Si los había escuchado discutir, la culpa lo asfixiaría.

—¿Dónde está Lillian? —preguntó, monótono, y la señora puso los ojos en blanco.

—¿A la que casi echas de la casa?

Kourt bufó.

—Quiero disculparme —masculló—. ¿Adónde ha ido?

—No lo sé.

—En serio necesito saberlo. Está lloviendo.

—De verdad no lo sé. Solo vi que se llevó su mochila y se fue.

Sin más explicaciones, Kourt sacó el teléfono de su bolsillo de camino al dormitorio de Lillian y, aunque se odiaría por hacerlo, la llamó mientras rebuscaba por todas partes por las cosas que sabía que ella siempre portaba. Pero saltó aquel angustiante buzón de voz que le recordaba que el teléfono debía estar apagado o fuera de cobertura.

Ni su cartera, donde guardaba la tarjeta del Banco de América, ni su teléfono, ni su licencia de conducir estaban en el dormitorio. Y aunque encontró su laptop, la que usaba para estudiar, una contraseña la bloqueaba, y no se detendría a averiguarla para rastrearla.

Volvió a marcar su número y permitió que sonara mientras abría el armario. Su ropa seguía allí, o eso parecía, a menos que se hubiese llevado una parte y dejado la otra. Sin embargo, cuando reconoció las maletas que le había ayudado a sacar de su apartamento y los grandes contenedores de plástico, dedujo que no se había ido para siempre.

Entonces empezó a preocuparle la lluvia.

Cuando volvió a saltarle el mismo mensaje, se rindió y llamó a Tobias.

—¿Está Lillian contigo?

Había salido al portal, girando las llaves del coche entre los dedos con ansiedad, aunque sabía que nunca la encontraría si empezaba a recorrer las calles por su cuenta. Si se había ido a algún lugar cercano, debía de haber tomado un taxi, ya que, además de que el metro estaba inundado, Lillian no entendía las conexiones ni paradas, y le resultaba confuso cambiar de andén.

Hasta el último de tus latidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora