1. Buscar (y encontrar)

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Jeno estaba molesto sentado en una esquina viendo a su madre terminar el maquillaje de su hermana. No le gustaba ese lugar, estaba lleno de niñas, vestidos, joyas, berrinches y gritos, el último lugar donde querría estar un niño de ocho años. Estaba aburrido, ni siquiera entendía qué estaba pasando, solo podía preguntarse «¿Por qué le están poniendo más cabello a Lia?», o «¿Por qué ponen más pestañas sobre sus pestañas?». Simplemente no tenía sentido para él, de hecho para la mayoría de esas niñas tampoco.

Decidió explorar un poco, su madre no le estaba prestando atención de cualquier modo. Caminó por algunos pasillos, había gente por todos lados preparándose para el gran evento. Buscaba a alguien con quien jugar o al menos un lugar más silencioso donde esperar a que todo acabe. Y entonces, en medio de su improvisada aventura, lo vió. Era un niño de su edad, tenía labios delgados, dientes de conejo, cabello oscuro y ojos encantadores, tenía un maquillaje y un atuendo que lo hacían parecer un muñeco de porcelana. Jeno se quedó hipnotizado viéndolo desde la distancia, entre todos esos participantes caminando de un lado a otro en ese espacio él era el único que podía ver. Usaba un overol corto que daba a relucir la ausencia de rasguños en sus rodillas, medias blancas impecables y un par de zapatitos cafés, no había forma de que pasara desapercibido.

Su aventura no duró mucho, la hora de comenzar había llegado y su madre lo estaba buscando como loca. En cuanto encontró a Jeno lo jaló del brazo y lo regañó, pero incluso en ese momento en que todos corrían en pánico y lo tenía cada vez más lejos, no pudo despegar su mirada de ese chico. El concurso empezó, Jeno acompañaba a su madre en el público sin poder sacar a ese pequeño de su mente, preguntándose por qué estaba tan arreglado. Entonces escuchó a una mujer decir al micrófono. —¡A continuación daremos comienzo con la competencia de los niños, por favor guarden silencio!

«¡¿También participan niños?!», pensó sorprendido, creyó que esos concursos eran algo exclusivo de las niñas. Entonces salieron los participantes, eran notoriamente menos que en la categoría femenina, podías contarlos con los dedos de una mano. Ahí estaba su chico destacando entre todos, robándose toda la atención y los murmullos del público. Pronto se supo el nombre del favorito. —¡Número tres, Na Jaemin, “Nana”!

«Jaemin...», pensó posando su cabeza sobre sus nudillos. En su presentación no paró de hacer reír y en las pasarelas todos cayeron en sus encantos y su gracia, pero en especial Jeno, quien lo miraba embobado desde la tercera fila y aplaudió con emoción cuando anunciaron las categorías en las que había ganado, incluyendo el premio principal.

Y así fue por los años siguientes, su madre llevaba a su hermana a competir y Jeno se escapaba para ver a Jaemin, él hizo del lugar más insoportable su lugar favorito. Cada ocasión hacía una rutina distinta, en algunas bailaba y en otras presentaba actos de magia o mímica, pero siempre terminaba haciendo reír a la audiencia. Lo miraba ensayar desde una esquina, intentando no molestarlo o interrumpirlo, lo que le hizo darse cuenta de la presión que la madre de Jaemin ejercía sobre él. Ella se aseguraba de que cada detalle en su acto y su apariencia fuera perfecto, solía escucharla hablar mucho sobre su postura, sus dientes y su peso. Jeno no entendía por qué su madre era tan mala con él, pues a sus ojos Jaemin era el niño más hermoso y no había nada que cambiar en él. Para Jeno, Jaemin era perfecto incluso antes de que le colocaran el maquillaje.

Pero esos tiempos acabaron. Al cumplir los doce años Lia peleó con su madre y renunció a los concursos. Había estado obsesionado con ese chico por cuatro años, admirándolo desde la oscuridad, y de un día para otro se escapó como aire entre sus dedos. De vez en cuando se preguntaba qué fue de él, en qué parte del mundo estaba ahora, si seguía siendo el mismo chico lindo y divertido que nunca tuvo la valentía de conocer. No tenía idea de que las respuestas a sus dudas estaban a la vuelta de la esquina, o bueno, a cinco años y unas escaleras de distancia.

Era un lunes, Jeno había llegado tarde a la última clase y no lo dejaron entrar. Pensó en irse a casa, darse una ducha y hacer algo de provecho, pero en una jugada del destino se dió cuenta de que sus llaves no estaban en sus bolsillos. «¿Cómo demonios perdí el objeto más ruidoso?», pensó, pasó a preguntar por ellas en dirección y en los salones donde estuvo anteriormente, al no obtener resultados empezó a buscar por los patios y los pasillos. Tras hacer memoria recordó «¡Oh, la azotea!», había subido horas antes para tomar una foto al cielo, era muy poco probable pero no quedaban muchos lugares por revisar. Subió las escaleras deseando con todas sus fuerzas que estuvieran ahí, mirando con atención cada esquina de los escalones. Abrió la puerta sin cautela creyendo que nadie estaría ahí, pero se equivocó. Vaya que se equivocó.

Vió la silueta de un chico a la distancia, estaba sentado en el suelo mirando el atardecer, tenía los pies formando una montaña y sostenía un cigarrillo. Jeno se paralizó cuando él se dió cuenta de su presencia, pero más cuando al girar su cabeza pudo reconocer sus facciones. Esos labios y esos ojos no conocían a Jeno, pero Jeno los reconocería a kilómetros de distancia. —¿Necesitas algo? —preguntó Jaemin.


—Yo... —intentando salir del shock—, ¿has visto mis llaves?

—¿Las que tienen un llavero de conejo? —dijo tras soltar el humo.

—Sí, esas.

—No —alzándolas con la mano que tenía desocupada.

A Jeno se le escapó una risita, no quedaba duda de que era él. Había crecido tanto y como se esperaba se volvió un joven muy apuesto, pero al instante se dió cuenta de que su mirada ya no brillaba como solía hacerlo. Entonces caminó por sus llaves, pero cuando estaba a punto de darse la vuelta e irse decidió que no podía seguir convirtiendo oportunidades en arrepentimientos, no podía seguir siendo ese niño cobarde que fue durante esos cuatro años que de no ser por esa coincidencia lo habría perdido para siempre. Respiró profundo y tragándose sus nervios como saliva, lo dejó salir. —¿Puedo acompañarte?

Jaemin se sorprendió, no esperaba esa propuesta de un chico que, creía, lo único que sabía de él era que se salta las clases para fumar en el techo, pero fuera de eso en realidad no le molestaba la idea, necesitaba compañía y acababa de caerle una del cielo, o mejor dicho, acababa de subirle una del suelo. —Bien —respondió recostándose.

Jeno se acostó a su lado, viendo como las estrellas poco a poco se volvían más notables. En ese momento Jeno prometió en su cabeza «Voy a devolverle el brillo a tus ojos, cueste lo que cueste».

𝗕eauty (and its cost)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora