la escuela nos hizo amigos, pero la vida nos hizo hermanos razos

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Yo era un niño como cualquier otro en una aldea pequeña, sin nada fuera de lo común. Mi amigo Leobardo y yo crecimos juntos, como hermanos. Empezamos en la escuela a la edad de 5 años, un poco temerosos al principio. Yo iba a la escuela con mi uniforme bien arreglado y cuidado.

La primera vez que lo vi, me quedé impactado. Tenía el uniforme arrugado, el cabello despeinado y llevaba un rostro descuidado. No parecía estar interesado en la escuela, pero cuando lo conocí, descubrí que era una persona increíble, inteligente y humilde. Poco a poco, nos fuimos acercando y convirtiéndonos en mejores amigos.

Una de las primera anécdotas que recuerdo es cuando estábamos en 1ero de primaria. Era cerca de la época de las fiestas y el maestro decidió hacer un concurso de disfraces. Leobardo y yo participamos con un disfraz, él iba de conde Drácula y yo fui una momia. Fue todo un momento divertido y memorable.

No solo en la escuela vivimos momentos divertidos y emocionantes, también fuera de ella. Cuando íbamos a la escuela, solíamos jugar fútbol y, a pesar de que yo no era muy bueno, él siempre me motivaba y animaba a mejorar.

Otro momento memorable fue cuando nos encontramos un anciano en la calle y no tenía nada que comer. Leobardo me dijo "es importante acompañarlo, a veces la bondad es una amistad". Ambos decidimos comprarle algo de comer y nos sentamos con el anciano, a quien nos contó una maravillosa historia.

El 6 grado de la escuela fue maravilloso. A veces, en las tardes, Leobardo y yo salíamos a andar en bicicleta en el pueblo....Después, a veces, seguíamos la rutina del día con otra aventura, atrevidos como siempre. Andábamos en bicicleta, tocábamos las puertas de los vecinos y corríamos riendo. Finalmente, llegábamos a las ruinas del castillo, en el lado opuesto del pueblo, y nos quedábamos allí durante horas, mientras conversábamos.

Mucho tiempo después, En el 3 año del liceo, Leobardo y yo íbamos en nuestras bicicletas, pero ya no hacíamos bromas y salíamos corriendo. Estábamos más centrado en nuestros estudios y en qué futuro tendríamos. Yo siempre quería ser un médico, militar o ingeniero, ya que me encantaba la ciencia y quería aportar al progreso de la humanidad.

Leobardo y yo estábamos en nuestro año tres del liceo, y él ya había empezado a fallar a clases muy frecuentemente. Yo me preocupaba por él y por su futuro, pero no era capaz de persuadirlo de que no lo hiciera. Un día, decidí visitarlo en su casa. Antes de entrar, respiré profundamente y di un paso al frente, esperando lo peor.Leobardo me abrió la puerta y supe, de inmediato, que algo estaba mal. No tenía su sonrisa acostumbrada y no estaba nada animado. Lo conduje hasta la sala y le pregunté qué había ocurrido. Él vaciló durante unos segundos, pero al final se sentó y me lo contó todo. No me imaginaba que su vida fuera a ser tan dura.

Durante una hora y media, Leobardo me relató su historia, una historia que me dejó perplejo. Su vida estaba plagada de acontecimientos difíciles, de fracasos y decepciones. Sin embargo, de algún modo, lo mantenía de pie y luchando día tras día.

Nuestro cuarto año del liceo empezó con gran alegría, pero todo cambió una mañana cuando su mamá, temblando, nos comentó algo terrible. Leobardo acababa de ser diagnosticado con un tumor cerebral, y tenía que operarse lo más pronto posible. La noticia impactó profundamente a Leobardo, y a mí me dio vueltas la cabeza.

Fue un momento difícil para ambos, pero decidimos enfrentar esta situación juntos. Leobardo se sometió a una serie de exámenes médicos y, finalmente, se le programó la cirugía. Esa noche, nos reunimos en la sala de su casa y, sin ninguna palabra, nos abrazamos en silencio. La noche siguiente, Leobardo ingresó al hospital.Esa mañana, mientras me preparaba para ir al hospital, la casa se sentía vacía y silenciosa. Cuando me encontré con Leobardo en la habitación, le tomé la mano y le aseguré que todo saldría bien. El doctor nos explicó detalladamente los riesgos de la operación, pero nos mantuvimos firmes y confiados. Al final, todo salió bien.

El día que todo cambió, Leobardo me estaba esperando cuando llegué al hospital, pero cuando me dijo "hola, como estás?" yo supe que no era mi amigo. Sus ojos parecían vacíos y no reconocía mi rostro. Traté de entablar una conversación y de asegurarle que era yo, pero no logré hacerlo.En ese momento, sentí un nudo en la garganta. Leobardo no sabía quién era yo, pero aún así me sonrió y me preguntó "eres un buen amigo?" El sentimiento de perder a mi amigo fue devastador, pero no podía pensar solo en mí, tenía que ayudar a Leobardo.Así que ese día, decidí no irme del hospital, me quedé con él y le conté historias de nuestras aventuras, las risas y momentos divertidos que compartimos. No lo hice para que recordara quién era yo, sino para darle un poco de calor y saber que no estaba solo. Me quedé con él toda la noche y lo cuidé con el mayor de los cuidados.

Me encontraba en la casa de mis tías, donde iba a quedarme unos días, cuando la voz de mi padre me interrumpió. Era una voz desesperada y angustiada, y supe que algo había sucedido. Cuando agarré el teléfono, sin embargo, no podía siquiera imaginar lo que iba a escuchar.
Me dijo que algo había sucedido con Leobardo, que se había descompensado y no me podía dar más detalles. Le dije que estaba yendo en ese momento, y salí corriendo sin pensarlo más. No me importaba lo que pasara, solo quería estar a su lado y apoyarlo. Sin embargo, a medida que viajaba, empecé a imaginar cosas horribles.

A pesar de ir a toda velocidad, llegué demasiado tarde. Me encontré con mi padre y supe que había pasado, que no había llegado a tiempo. Me encerré en mi cuarto y lloré sin poder hacer nada. Me sentía vacío y enojado conmigo mismo por no haber podido estar con él en sus últimos momentos.Por más que me sentía fatal, sabía que Leobardo no hubiera querido que me sintiera así. Recordé lo mucho que le había gustado que contara anécdotas y decidí que me levantaría, que sería fuerte, por él. Me puse a escribir todas las historias que compartimos y decidí no dejar que sus recuerdos se perdieran.

Incluso aunque hubiera mudado y estuviera en otra ciudad, me prometí a mí mismo que nunca olvidaría las aventuras y el apoyo que él me dio. La foto en la llavero me recordaba los buenos momentos y lo mucho que amaba a mi amigo. Siempre iba con ella y sabía que, aunque no estuviera conmigo en forma física, su espíritu lo estaba.

La universidad era una experiencia muy distinta, pero aunque me sentía algo solo en un lugar nuevo, sabía que siempre tenía a Leobardo a mi lado. El recuerdo de él me inspiraba a vivir y trabajar por mis sueños. Pensaba en él cuando me sentía mal y no rendir y recordaba la perseverancia y la fuerza con la que luchó. Eso me daba ánimos para seguir adelante.
Aunque a veces era difícil recordar a Leobardo, sabía que, aunque no estuviera conmigo en forma física, había aprendido una lección muy importante. No importaba si estábamos cerca o lejos, la verdadera amistad se vive en el corazón y nunca morirá.

Fin ):)

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