Día 1: Baile de diamantes

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Emma Fathom fue una niña peculiar, hermosa sí, pero peculiar. 

Tenía unos rizos rubios que rebotaban en sus hombros al correr, unos profundos ojos azules y unas pestañas larguísimas, totalmente doradas. Las mejillas regordetas y sus labios gruesos no opacaban la notoriedad que tenían sus pecas en su cara. Su madre siempre había intentado protegerla del sol, pero lo había logrado a medias. Era bien sabido que Emma Fathom odiaba el pringue dejado por la crema solar, así que iba corriendo hacia su padre, Félix, quien a escondidas de su esposa, cogía una toallita húmeda y la restregaba en su rostro, hasta quitársela. Luego de eso, su padre le ponía un sombrero, o una gorra, para cambiar de una protección a otra. Emma, por supuesto, se quitaba lo que fuera que tuviera sobre su cabeza, se lanzaba directo al barro o a una piscina y pataleaba, incoercible, hasta que por fin alguien decidiera montarla en el columpio.

Ese era uno de sus recuerdos más preciados. La diligencia de su madre, el complot con su padre, su infancia feliz, silenciosa, placentera, algo solitaria, en una gran mansión inglesa cubierta de historia y un extenso jardín.

Emma Fathom no había tenido hermanos.

Emma Fathom no tuvo amigos.

Durante gran parte de su vida, a ella le enseñaron todo en casa, con tutores particulares y muchas mascotas. Tenía una risa extraña y podía tranquilamente contemplar una hoja de árbol durante horas. Algunas veces, si le hablabas, no te dirigía la mirada. Le molestaba, en exceso, el más mínimo ruido producido por otras personas y detestaba, a ciencia cierta, el chocolate en cualquiera de su presentaciones.

En cambio, leía muy bien, aunque hablaba poco. Su padre nunca dudó de su inteligencia, aunque el sistema educativo, sí. Era por eso que no la escolarizaron hasta que ella fue muy mayor y pudo defenderse de los abusones, por sí misma.

Emma Fathom, por sobre todas las cosas, amaba a su familia y a su gato, aunque ella ya fuera mayor y aunque ya no estuviera tan sola.

A pesar de ello, sus padres, Felix Fathom y Marinette Dupain-Cheng, nunca escucharon de su boca un "te quiero", no lo necesitaban eso era cierto, pero nunca lo escucharon. Ellos sabían que su hija los amaba, Emma les dejaba flores de todos los colores y tamaños, o bichos muertos asesinados por ella misma o pinturas neovanguardistas hechas con ceras... O notas, Emma Fathom escribía notas. Millones de notas autoadhesivas, regadas en cualquier sitio, tan sólo para preguntar cosas obvias o no tan obvias. O indicaciones. O súplicas.

Lo que Emma no obtenía con la voz, lo conseguía con la escritura.

"Necesito la llave de la buhardilla", escribió Emma, un día. "Necesito buscar mi maleta de viaje".

Dibujó al final de la nota, una pequeña imagen de ella suplicando, y dejó el papelito sobre la encimera de la cocina, donde estaba segura que su madre la vería.

Y efectivamente su madre, Marinette, la leyó horas más tarde, cuando pasó a hacerse un café de media mañana.

Su madre resopló, vencida, y buscó en el gabinete de las llaves, seleccionó la adecuada, y la dejó sobre la nota, junto con otra nota más.

"Déjala en su sitio cuando termines, y escoge la mejor maleta, la de tu padre, es antigua pero está en muy buenas condiciones, o eso creo. Te quiero mucho, mi Emma."

Era difícil, permitir que Emma viajase sola en su condición, pero ella debía ir a París, para asistir al Congreso Internacional de Matemáticos, porque...Emma era ...matemática. Los números eran lo suyo, y también el silencio, por supuesto.

"Gracias", escribió Emma después, una vez que se dio cuenta que su madre le había dejado la llave.

Cuando encontró la maleta de su padre en la buhardilla, Emma Fathom comprobó que efectivamente, la maleta era bastante vieja y a la vez, muy singular. Tan singular como yo, se dijo. Así que suspiró suavemente y cogiéndola con mucho cuidado, arrastró a la maleta hasta su habitación, la lanzó sobre su cama y la abrió.

Siempre fuiste tú - MLB. FelinetteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora