1

21 0 2
                                    

Los primeros recuerdos de Shard eran olores; a cirios añejos, incienso que hacía escocer los ojos y la nariz y vapores de loto azul. Y frío; las catacumbas de la ciudad de Runasangre —la más joven de las tres Ciudades Ancestrales— se las apañaban para conducir corrientes de aire capaces de escarchar el agua al descubierto, y esas eran más benévolas que las que nacían en las cavernas subterráneas, que hacían perder la cabeza a los hombres. Shard dio sus primeros pasos acompañando a los acólitos que bajaban al lago subterráneo en busca de agua fresca para el resto de la congregación, y aún siendo devotos del culto de la Alta Madre Umbría se podía decir que toda la comunidad le adoptó.

Que él supiera, era el primer niño que habían llevado allí. Al menos no recordaba a ninguno mayor que él o que estuviera antes que él. Por eso tuvo la suerte de que el Maestro Titán Rochester (que no era un titán, era tan humano como Shard; se trataba de un título) tuviera tiempo solo para él.

—Aprende, discípulo. Estudia. Sé digno —le repetía una y otra vez. Fuera de algún escueto "buenos días", este fue el saludo más frecuente que le dirigía, lo viera donde le viera; estuviera ya sentado ante la escribanía de la exigua biblioteca del culto, o cuando lo descubría explorando un pasadizo o una covachuela, el Maestro Titán Rochester le dirigía estas palabras. Shard las pronunciaba en silencio, moviendo los labios al mismo tiempo que él. Si el anciano lo tomaba por una burla o por aprobación, Shard nunca lo supo. Sin embargo, se aplicó, obediente. El delicado y exquisito arte de la desobediencia por el que un día sería conocido aún tardaría un tiempo en dar fruto en él.

Shard aprendió a leer los códices del culto antes que los textos en lenguafranca. Se le inició en el primer secreto y en el primer nombre de la Madre Umbría a la edad a la que otros niños aprendían a sumar y restar para ayudar en el oficio de sus padres. Repetía las oraciones y los gestos rituales con extraña disciplina y gracia. Una noche, la matrona que hacía la ronda por los dormitorios lo vio moverse y murmurar en medio de la madrugada. Se le acercó, creyendo que tal vez el pequeño sufriera una pesadilla. Sin embargo, al retirar la áspera y gruesa manta, las manos de Shard solo terminaron de dibujar en el aire el séptimo gesto de honra, y sus labios dormidos concluyeron la jaculatoria de la cuarta hora de la madrugada. Una intensa reverencia sobrevino a la mujer, que corrió a dar testimonio de esto al Maestro Rochester. Este le agradeció tan asombrosa historia premiándola con sesenta azotes por despertarle en mitad de la noche.

Poco después empezaron a recibir a otros niños y niñas en las catacumbas. Con cinco años, Shard era el mayor entre ellos. Muchos lloraban y llamaban a su padre, a su madre, a ambos. Esto fue una sorpresa para Shard, que al principio no entendía esto: sabía bien qué era una madre, la Madre Umbría que le había engendrado en el Gran Culto. Pero no sabía qué madres podían tener estos chiquillos llorosos y desorientados, y mucho menos qué era un padre. Ninguna de las familias del culto tenían niños propios. Fue escuchando sobre los de los recién llegados que Shard conoció el concepto de padres.

¿Quién sería su padre? El único hombre con suficiente intimidad con la Madre Umbría sería quizá el Maestro Titán Rochester, pero no se parecía a ninguno de los padres de los nuevos niños. Para empezar, era mucho mayor que ninguno de los que le describían. A ojos de Shard, el Maestro Rochester era también mucho más viejo que el Gran Culto, y posiblemente que las cavernas que se hundían en las profundidades de la tierra. El Maestro Titán se desentendió de las pocas preguntas que Shard se atrevió a formular. En realidad, ignoró todo cuanto se relacionara con los niños o derivara de ellos, salvo por un conciso decreto: poner a Shard a cargo de ellos.

Extrañamente, lo que para los adultos hubiera sido difícil, si no imposible, él lo logró en cuestión de días. Shard les acompañó, les consoló y les compartió sobre la Madre Umbría, la única madre verdadera. Ellos le enseñaron a jugar. Nadie había jugado nunca con él; esa fue la mayor novedad que le trajeron estos nuevos compañeros, una vez iban, día a día, dejando de llorar. En Shard había despertado un nuevo e innato talento para el liderazgo. A lo largo de las semanas siguientes, los miembros del culto descubrían con todo asombro pequeñas procesiones de los pequeños, que canturreaban las letanías de la Madre Umbría con melodías que Shard se inventaba mientras los guiaba por las laberínticas catacumbas.

Shard Chesire: Las entrañas de la Madre UmbríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora