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El Maestro Titán le entregó la piedra tallada a Shard, que le dio vueltas entre los dedos. El corte era extraño; todas las caras eran iguales, y cada una tenía tres lados. O cuatro. Dependía de cómo la sostuviera Shard, pero sin duda eran siete caras, y eran idénticas. Lo percibía con tanta certeza como confusión le causaba encontrar una perspectiva que le dijera exactamente cuántas aristas tenía cada cara. Le escocían los ojos, o más bien, si tal cosa era posible, le escocía el sentido mismo de la vista.

—Aprende, discípulo—dijo el Maestro Titán Rochester. Su susurro grave arrancaba extraños ecos a la habitación. Esta no era el espacio habitual que les servía de aula, sino el lugar privado de oración del Maestro. Y tan privado; en pie, la coronilla del anciano parecía al límite de rozar el techo, y si bien Shard y él podían estar allí reunidos, un tercero hubiera tenido serias dificultades para estar allí sin apoyarse en alguno de los dos.

El frío no lograba entrar en ese entorno estrecho y agobiante. El calor corporal y la cercanía inundaba el lugar de una tibieza casi agradable, de no tener un matiz húmedo, orgánico. Era semejante a estar atrapados en el vientre de una bestia a la que casi podían oír respirar. El aliento de la Madre Umbría llenaba cada centímetro cúbico no ocupado por Shard o el Maestro Rochester. Y en esas tinieblas intangibles mojaba el Maestro la pluma. Aunque en este caso la pluma fuera una varilla de metal, que hasta con una iluminación mejor que la de aquellos cirios rancios se veía de un plateado sucio. Pero cuando el anciano trazaba signos en el aire sofocante, permanecían visibles por un instante.

—Discierne cuál es la base —dijo Rochester, señalando al heptaedro regular en manos de Shard—. Debes ser capaz de calcular...

—Esta —dijo Shard. El Maestro apretó los labios, con esa severidad suya tan infinita como exenta de ira o irritación. No eran emociones útiles para él, y las había descartado; al menos Shard tenía esa clara impresión.

—Asegúrate.

—Estoy seguro —insistió Shard. No había duda. Era esa cara. No es que fuera distinta de las demás, es que era la base de la piedra tallada, ¿cómo podía no serlo? Era fácil darse cuenta. Lo difícil sería explicarle al Maestro Titán por qué lo era. De tan obvio que resultaba, para Shard hubiera sido difícil ponerlo en palabras. Sería como explicar por qué las cosas caen hacia abajo en vez de hacia delante. Era así y ya está.

—Entonces —dijo el anciano, tendiéndole la varilla metálica— debes inscribir en ella el primer glifo de la Madre. Lo has memorizado —afirmó, sin molestarse en darle entonación de pregunta.

—Tiniebla Mayor, Lo que Fue antes que la Luz —recitó Shard. Tomó la varilla y dibujó un círculo fluido en el aire; un trazo perfectamente redondo salvo por tenues vibraciones hacia el interior. Simbolizaban la primera luz de la creación, que fue consumida por la Madre Umbría; solo la segunda luz pudo llegar a existir una vez la Madre quedó ahíta de la primera.

El círculo astillado se mantuvo dibujado y luego, para un asombro tal del Maestro Rochester que hasta su boca fruncida se entreabrió, Shard enganchó el círculo con la varilla y lo depositó, con la delicadeza de una clueca empujando a un pollito, en la base del desigual poliedro. La empujó con lentitud tectónica hasta que estuvo a la misma distancia de cada una de las aristas; todo un logro teniendo en cuenta que seguían oscilando entre ser tres o cuatro.

Shard levantó la mirada hacia el Maestro, que ya había cerrado la boca y le contemplaba con la seguridad casi absoluta de que su joven discípulo no le había visto así. Aguardó mientras el chico le mostraba la inscripción para su examen. El Maestro Titán Rochester buscó cualquier imperfección durante largos e incómodos minutos hasta acabar por rendirse a la evidencia: el glifo había sido inscrito como si la misma Madre Umbría hubiera sostenido la mano del novicio en el proceso. Lo cual, en cierto modo, era posible.

Shard Chesire: Las entrañas de la Madre UmbríaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora