Las luces del restaurante son amarillas, cálidas entre la oscura y fría noche que se encuentra al acecho de los comensales que están por salir. Lo único que alcanzo a ver fuera del establecimiento es aquello que la luz me permite. Hay un poste cuyo bombillo es tragado por la tiniebla de esta fría noche que me da escalofríos. Hay dos tiendas a cada lado del restaurante pero ya están cerradas, desde hace horas...me da la impresión de que en realidad no han abierto en mucho tiempo, o por lo menos, eso es lo que entiendo dadas las motas de polvo que vuelan dentro de los locales. Desde la acera de enfrente, justo en el frente del restaurante, una tácita fuerza me empuja a entrar, a formar parte de las risas, de la música y el agradable aroma que debe haber adentro, de todo aquello que podría disfrutar si tan solo cruzo la calle y entro.
Pero esta fuerza no solo me empuja, sino que se adhiere a mi espalda con una ira que se arraiga a la mía y las combina, una ira que hace sentir amarga mi propia saliva, una fuerza que aturde mi cabeza y los pensamientos que rondan en ella se vuelven cada vez más crueles. Más crueles, más crueles. Quizás si tan solo cruzo yo podría...
Podría encontrarle.
Esto no es real.
No es real el restaurante, de la misma forma en que la luz no es real. Tampoco lo son los comensales y tampoco lo es está ira que me embriaga y que me está empujando. Empujando, empujando a...
Cruzar la calle sin mirar a ambos lados, si no es real no he de sufrir ningún daño, no he de salir sin vida. No es real tampoco la fría brisa que recorre mis brazos desnudos, no es real las lágrimas calientes que bajan como un río desbordado por mi cara, llegan a mi barbilla y se desprenden de ella con un olor a hierro que me marea.
Estoy inconciente. Esto no es real.
Pero debo encontrarle.
Cruzo la calle con lentitud, con energía premeditada que espera a ser desechada. Ira que no es mía y que solo usa mi cuerpo como un medio. Es entonces cuando deja de ser ira y sin saberlo este odio me está pudriendo el alma sin remedio. No hay remedio, no hay remedio, no hay remedio. Esta creciente necesidad de encontrarle me está matando, estoy anhelando encajar este dolor, verle retorcerse sin cuidado mientras el piso se mancha, se mancha, se mancha. Me mancha. De la misma forma en que convertí sus pecados en míos hacía tanto tiempo atrás, mucho antes de que las tiendas de los lados cerrasen, mucho antes de que esta fuerza se combinara con la mía, mucho antes de que los comensales entrasen al restaurante, mucho antes de cruzar la calle.
Porque a quién engaño, pude seguir mi camino sin detenerme a dejar en su cuerpo el mismo daño que hizo en el mío.
Pero es que el sonido que hace su cabeza al estrellarse contra el piso me sigue incitando a repetirlo. Es una ruptura húmeda que mancha y mancha el piso y me mancha consigo. El grito ahogado que intenta escapar de su garganta, la ropa de por sí andrajosa que se rompe aún más cuando le jalo por el cuello de la camisa, el poder, la fuerza que siento cuando le inmovilizo contra el suelo con una rodilla y sigo y sigo y sigo golpeando su cabeza contra el suelo. Mientras los dos comensales a los que conozco me ven, intentando reconocerme y reconocerle.
Me incita a seguir causándole daño. Me incita aún cuando el odio y la ira que no eran mías abandonan mi cuerpo para dejarme a cargo del crimen que se cometió.
A quién engaño, la fuerza que me empujó, la ira y el odio que me movieron siempre fueron mías, mías, mías...igual que las lágrimas hirvientes que se derraman por mi rostro, por mi cuerpo, me ahogan, me queman, me matan y corrompen mi alma.
Esto no es real.
Entonces despierto en una habitación oscura donde no entra rastro de luz, como si fuera una de las tiendas cerradas al lado del restaurante. Mi pecho se agita, se agita, tenía miedo.
Miedo, miedo, miedo, miedo.
Miedo de mí, miedo de lo que cometí, miedo de maltransformar la ira que vivía en mí. Tenía miedo de convertirme en aquella versión de mi que mató a quien le intentó quitar la vida.
Tenía miedo.
Y durante un buen rato no hubo brisas frías que recorrieran mis brazos desnudos sino un vapor incipiente que me incomodaba mientras mi vista apenas se adaptaba a la oscuridad y por memoria, llegué al baño donde finalmente encendí la luz. Una luz amarilla que solo me iluminaba a mi y apenas dejaba un rastro de sí sobre lo que estuviese cerca, sin llegar por completo a las esquinas de mi habitación.
El espejo me devuelve mi imagen, sigue siendo la misma piel, los mismos ojos, los mismos labios, todo sigue igual que desde que ocurrió, pero me da miedo, no, me aterra, que parte de la pesadilla se hubiese filtrado hasta la realidad y permaneciese conmigo. Me aterraba la idea de ver alguna mancha roja en mi cara o en mis manos, quizás en la pijama que llevaba aquella noche. Demasiado aterrada entre la nebulosa del sueño como para entender completamente que estaba despierta, solo lo conseguí cuando el agua fría salió del grifo y sin pensarlo, lavé la sangre imaginaria de mis manos, lavé las manchas de mi cara y bañaba las partes de mi cuerpo al descubierto con agua fría, limpia. Intentando redimirme de algo que no cometí.
El vapor disminuyó, el calor desapareció, la temperatura de mi cuerpo se estabilizó y finalmente respiré tomando asiento en el inodoro con la mirada perdida frente a mi. La luz amarilla secaba el agua de mi cuerpo, pero tardaba aún más en secar las lágrimas saladas que caían de mis ojos sin hacerme temblar. Tenía miedo, porque no era la primera vez que soñaba con estos actos, no era la primera vez que arremetía con tanta ira con alguien en sueños.
Hasta que finalmente dejé ir la ira que había en mi, mis sueños no dejaron de ser sangrientos y catastróficos.
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El Aroma De La Noche
FantasyDonde tomé lo que soñé y lo hago una historia. Somos tú y yo. Las personas aquí escritas no representan a las personas reales. Solo son personas que conozco y aparecieron en mis sueños como parte de una historia onírica, la cual, comúnmente, no tien...