Caía.
Caía con parsimonía viendo una silla de madera y una mancha púrpura crecer al fondo de mi mente. Parpadearon ambas figuras y el peso de mi cuerpo se desvanecía, los sonidos ajenos, amortiguados por la pared de mi habitación: la charla de mi familia en la sala, el roce de la olla y la hornilla porque alguien preparaba el almuerzo del día siguiente y el vago reverberar de la placa de mi perro cuando se rascaba el cuello; se reproducían todos con tanta cotidianidad que, para mi, eran casi tácitos.
Caía.
Caía abandonando el cansancio de mi cuerpo y me pareció experimentar una débil sonrisa, porque por fin, después de varias noches en vela, caí. Morfeo abrazándome con dulzura, casi arrullándome con una suave balada al oído.
Caía.
Fragmentos de alguna fantasía que creé actuaron como una película grabada en un viejo CD rayado. Había tomado el hábito antaño, cuando me sorprendí con pensamientos fugaces de lo que podría ser, o, en realidad, de lo que mis miedos y anhelos me hicieron creer que podía ser. Era la ansiedad, una noche más llamando a la puerta de mi vigilia para mantenerme despierta y fastidiarme hasta el amanecer. Y me protegí así y al darme cuenta, caía.
Caía.
Y después dejé de hacerlo.
Había algo en la emoción del último día de clases propio del mismo: una mescolanza de nostalgia, libertad y quizás, miedo a empezar; que uno podría reconocerlo con sencillez por el comportamiento de los profesores —quienes se dividían en los más estrictos pretendiendo corregir las faltas del uniforme o las bromas de despedida de los muchachos de los años mayores y los que reían con cariño al verlos y decidiendo solo por un día, ignorar las chiquilladas— y los alumnos —que perseguían a sus tutores para saber si tendrían que repetir una asignatura, los que lloraban abrazados con su promoción y los que simplemente estaban contentos de no volver durante un tiempo al colegio—.
Yo era una niña, del tamaño de alguien de segundo grado de primaria y algunos de mis compañeros también, a los cuales veía con la ropa de las profesiones que estudiarían. Yo nunca vi qué haría yo. Todos nos paseábamos por un desordenado salón de clases de paredes amarillas, de papeles desechados en el suelo y el bullicio de recién graduados de secundaria —o quizás de la universidad— en el cuerpo de infantes. Nos tomamos una foto grupal antes de que el grupo se dividiera y cada uno, solo o en grupo, tomara rumbo fuera del salón para recorrer por última vez los patios de la institución.
Cuando salí, mi cuerpo apenas consciente se dirigió al piso donde dictaban clases a los de primer año y me encontré, gratamente, con mi grupo de amigos que se reunía en el teatro durante los recreos. Algunos de sus uniformes eran más grandes y no parecían suyos, otros, como yo, usábamos aún el uniforme y el color de nuestra camisa cambió de blanco a azul en algunos instantes. Me pregunté qué pasaba, pero aún ligeramente confundida, decidí ignorar y dejarme fluir por la felicidad del ambiente.
Porras y Blanco le habían puesto ruedas a una lavadora que manejaban a control remoto a lo largo del pasillo como un robot. Entonces Spencer Reid y yo nos subimos y reímos con ligereza cuando la lavadora tropezó con una barra y tontamente creímos que no pasaría nada, pero por poco nos caemos de una lavadora que iba a noventa kilómetros por hora.
En ese momento, éramos niños jugando vestidos como adultos. Se nos había dicho que debíamos apresurarnos por crecer para tener éxito en la vida y no quedarnos atrás. Éramos adultos, o eso me decían, pero es que yo sabía que el tamaño de nuestros cuerpos, la suavidad de nuestras facciones poco marcadas, las voces agudas y los disfraces de lo que seríamos, difícilmente encajarían en la morfología de un adulto. Así que como toda ficción, la realidad se filtraba a través de pequeños agujeros que podrían terminar por romper esa frágil barrera que separa a ambos. Se escapaba en forma de ese juego inocente, de las risas mientras conversábamos sobre el nuevo juego de Nintendo o canturréabamos las intros de nuestras series favoritas antes, de ser lanzados prematuramente a la vida.
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El Aroma De La Noche
FantasiDonde tomé lo que soñé y lo hago una historia. Somos tú y yo. Las personas aquí escritas no representan a las personas reales. Solo son personas que conozco y aparecieron en mis sueños como parte de una historia onírica, la cual, comúnmente, no tien...