Capítulo 9

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Pasó un mes y Enrique no dio señales de vida, así que Serj trató de centrarse en cualquier cosa menos en eso. Si Paula no tenía planes los fines de semana, solía quedarse en la sala más tiempo del habitual mientras trasteaba con los instrumentos y por las noches ponía el equipo de música para enseñarles canciones que conocía y a las que podían dar unas cuantas vueltas para llevarlas a su terreno, aunque ninguno de los cuatro miembros de Cobalt se ponía de acuerdo en qué tipo de música hacían, más allá de simple rock, como un término paragüas.

Un domingo, Paula había arrastrado a la sala a Serj y Carlos porque quería probar algo, pero en lugar de usar la Pacifica de Carlos decidió coger la suya propia y, por supuesto, les retrasó una eternidad porque era imposible afinarla en condiciones y sonaba como si atropellaran a tres tipos de animales distintos.

Carlos estaba sentado en uno de los sofás de la sala, un brazo sobre una rodilla y la cara aplastada contra la mano, mientras miraba a Paula casi con desesperación.

—¿Cuándo vas a comprarte una guitarra nueva? —preguntó.

—Cuando te calles —espetó Paula, y siguió tratando de lograr que la primera cuerda sonase igual que la sexta.

Serj le hizo un gesto a Carlos para que cerrara el pico un momento y ambos se quedaron mirando de forma lastimosa cómo la pobre fruncía el ceño cada vez que trataba de distinguir si el tono era igual en ambas cuerdas. Ya se había rendido con el afinador y lo había desenchufado del jack. A veces se pasaba de perfeccionista, era algo casi compulsivo.

—Pau... —Serj trató de llamar su atención.

Ella le ignoró.

—Paula, me estás poniendo de los nervios, ¿quieres coger la guitarra de Monty?

Ella siguió ignorándolo. Carlos se acercó a ella y agarró el mástil de la guitarra para impedir que siguiese sonando.

—¿Qué haces? —dijo ella, sonando aún más borde que hacía un momento.

—¿Quieres dejar de complicarte la vida? —dijo Carlos—. Y usa alguno de nuestros afinadores, joder, el tuyo ya no da más de sí, no puedes estar toda la vida dependiendo de tu oído para afinar una eléctrica— y se encaminó hacia donde estaba su SG.

—Monty, yo te...

—... doy las gracias por estos dones que te cedo —terminó la frase por ella—. De nada.

—Mato. Yo te mato, es lo que iba a decir.

—Está afinada, suena bien, es preciosa y capaz de provocar orgasmos con solo medio riff mal tocado —dijo Carlos, sujetando su SG por el mástil con una mano y con la otra haciéndole un gesto a Paula para que le entregase la suya.

Paula acabó cediendo con un sonoro suspiro de hastío, desenchufó el cable e intercambió su guitarra por la de él.

—¿Por qué no la vendes? —preguntó Carlos, mientras la devolvía a su pie—. Aunque sea a una de esas tiendas de segunda mano, que te darán cuatro perras.

—¿Venderías tú a tu primogénito? —preguntó ella a su vez.

—Pau, es una Washburn del año de la polka, más dura de tocar que el alambre de espino. Tu «primogénito» equivale a un bebé deforme, de una familia muy pobre de quince miembros, de los cuales han muerto la mitad, en medio de la época oscura de la Edad Media.

Serj se rió tan fuerte que casi se le escapó el bajo de las manos, sentado en el sofá como estaba. A Paula también le había hecho gracia, pero su orgullo era más fuerte, así que solo le dio un ligero tic en un ojo y se puso a comprobar de oído que realmente la guitarra estaba afinada.

CobaltDonde viven las historias. Descúbrelo ahora