Prólogo

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Lis conocía las consecuencias de sus actos. Y ésta, precisamente, iba a ser una de las gordas. Dos horas antes había llegado a la universidad y en un ataque de pánico repentino, había decidido colarse en la capilla interior, refugiándose de los demás estudiantes. Y sí, la universidad tenía una iglesia, por muy pequeña que fuera.

Sabía por qué se estaba sintiendo así; una sensación de agonía le recorría la nuca. Casi estaba notando como llegaba la migraña. Tenía la sensación de que le iba a ser difícil encajar de primeras: no todo el mundo pide el traslado a otra universidad en medio del tercer curso y menos a una privada. Pero era algo necesario. El problema era que, a pesar de las bajas expectativas con las que contaba desde un primer momento, no esperaba encontrarse ante un panorama de estudiantes pijos-medio-fachillas, siendo ella la única que no llevaba mocasines en todo el centro.

Al verse rodeada de un ambiente tan "nuevo", había decidido escaparse por la primera puerta que encontró para esconderse dentro un confesionario. La iglesia estaba en completo silencio, de tal forma que Lis sólo podía escuchar su propia respiración.

Se encontró rodeada de cuatro pequeñas paredes marrones y un pequeño velo negro que cubría la parte de arriba, a la altura de su cara. Tenía las rodillas recogidas, pegadas a su pecho, mientras descansaba sobre un pequeño asiento de madera bastante incómodo. Lis suspiró, tratando de aclarar sus pensamientos y observando cómo le temblaban las manos. No era el primer ataque de pánico que tenía, eso estaba claro, pero sí de los primeros que le daba en público. Comenzó a sentirse cada vez más angustiada; necesitaba gritar. Miró por una pequeña mirilla del cubículo de madera y se aseguró de que no había nadie fuera. Ni una mosca. Todo estaba en silencio. Entonces, se agarró con fuerza las rodillas, escondió la cara entre sus piernas en posición fetal y...gritó. Como si no hubiera un mañana.

El grito no duró mas de dos segundos, pero Lis se sintió como nueva. Hasta que escuchó un carraspeo a su lado.

—¡Mierda!-gritó sobresaltada. Se apartó del lado derecho del confesionario, pegándose a la pared todo lo que pudo—. ¿Hola? ¿Hay alguien?

Lis tragó saliva, deseando que nadie le respondiera y rezando que solo hubiera sido su imaginación. Incluso que fuera un indicio de sordera. Pero escuchó un movimiento al otro lado del cubículo y otro carraspeo.

—Me has dejado sordo. — dijo la voz al otro lado. Fue una voz grave a pesar de que lo había dicho en casi un susurro. Lis dio por hecho que era porque estaban en una iglesia, cosa que a ella no le importaba en absoluto.

—Lo siento...¿padre? —dijo Lis en un intento de arreglar las cosas. No podían expulsara el primer día de universidad, y menos aún por gritar en la iglesia. Lis se moría de la vergüenza:—Estaba un poco agobiada y pensé que no había nadie. —las palabras le salían a trompicones—. Pero padre, en realidad, si lo piensa bien, la iglesia es un lugar donde la gente viene a confesarse de mil maneras distintas, unos rezan, otros lo hacen en silencio...

—¿Y tú gritas?—dijo la voz sonando cortante. Lis sintió como sus mejillas se acaloraban. No lo estaba arreglando.

—Padre, de verdad que lo siento. No lo volveré a hacer. O bueno, puede que sí. ¿Qué nivel de pecado es gritar? —comenzó a tocarse el pelo de forma inconsciente y nerviosa—. Es que he entrado en la universidad y he visto el panorama y claro...qué le voy a contar. Esto está lleno de fachas. Con perdón, ¿eh?. Que yo no juzgo a nadie, de verdad. Pero es así, ¿sabe? No esperaba este ambiente y, al no sentirme cómoda, he decidido venir al confesionario a....¿confesarme? Sí, supongo. Con esto quiero decir, que, sí....Quiero confesarme, padre.

El silencio llenó la sala y Lis se preocupó de haber soltado algo impertinente. Aunque dudaba que eso fuera imposible. Segundos después, escuchó una pequeña risa. Lis frunció el ceño y preguntó: "¿Padre?", lo que provocó otra risa. Una vez comprendió que le estaban tomando el pelo, decidió correr la pequeña cortina negra. Debido a la rejilla y sus pequeños agujeros, casi no pudo ver el rostro del hombre, pero se dio cuenta de que en realidad era joven. No había ningún puñetero cura en ese confesionario. Sólo un imbécil riéndose de ella. El chico siguió riéndose hasta que Lis comenzó a darle golpecitos a la rejilla, sobresaltándole.

El juego de las aparienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora