Capitulo 1

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     Connor había hecho otra fiesta sin avisar y, con otra, se refería a que ya era la tercera en menos de dos semanas. A Lis no le importaba, siempre y cuando limpiaran al día siguiente pero eso pocas veces pasaba. Las mañanas después de las famosas fiestas de su compañero de piso se resumían en él vomitando en el lavabo y durmiéndose sobre su propio vómito mientras que ella recogía a toda prisa una cantidad de condones indecentes que aparecían en los lugares más extraños de la casa. Aún le entraban escalofríos al recordar aquel condón debajo de su almohada de gatitos. Pobres gatitos.

    Esa noche, Connor se contoneaba de un lado a otro de la sala, hablando sin parar con  distintas personas y rellenando copas. Sobre todo la suya. Seguramente iría por la cuarta y eso si apuntamos por lo bajo. Lis tenía que admitir que esa noche Connor estaba despampanante: llevaba un corsé beige con unos vaqueros azul clarito y por fin había tomado la sabia decisión de cortarse el pelo, ahora decolorado y casi por encima de las orejas, lo cual contrastaba con su piel morena. Estaba en su nueva era, como él decía.

    Lis y él se habían conocido unos meses antes de empezar la universidad por internet, a lo que él le había ofrecido irse a vivir en una habitación que tenía libre y que estaba a escasos minutos de la universidad. Dado lo difícil que era encontrar un piso en San Diego y tras la horrible experiencia de que cada uno de los inquilinos intentaba ligar con ella al descubrir que era una mujer Lis no se lo había pensado: agarró las pocas cosas que tenía y voló desde Los Ángeles hasta San Diego. La semana antes de mudarse su madre estuvo escondiendo sus maletas por toda la casa aunque Lis siempre conseguía encontrarlas. Ahora, tenía su propia cama doble, una pequeña cocina con más platos que espacio y un enorme salón donde podía relajarse con Connor y disfrutar de sagas horribles como Divergente todas las noches mientas él le actualizaba sobre su vida amorosa. Al segundo día de vivir juntos, había dejado de intentar recordar los nombres de los novios de Connor ya que siempre variaban. Lis pensaba que su casa era perfecta, quitando el hecho de que Connor era demasiado sociable. Y sucio.

    Los primeros días en San Diego, Lis lo tuvo complicado; casi no hizo amigos en clase y prácticamente no tenía planes los fin de semanas; se aburrió como una ostra. Hasta que Connor decidió acogerla bajo su ala y comenzó a presentarle a todos sus amigos. Y con todos, se refería a todos. Al final, Lis había terminado haciendo muy buenas migas con Marta, una chica española que llevaba dos años viviendo allí. Lo que más las unía eran los fanfics que consumían casi a diario. Una unión irrompible.

    Muy a su pesar, Marta esa noche no pudo acudir a la fiesta por lo que hubo un punto en el que Lis se encontró sentada en el sofá completamente sola en su propia casa y rodeada de gente. O más bien desconocidos. Bebió un sorbo de su horrible copa de color verdosa (cortesía de Connor) y observó el panorama: su habitación tenía un cartel de "Prohibido pasar" y, hasta ahora, nadie había incumplido la única regla de la casa. Bueno, la segunda. La primera era que estaba prohibido cagarse en la terraza. Lis dudaba que Connor conociera a la mitad de las personas que estaban allí, por mucho que él lo negara.

    Alguien se sentó a su lado y le tocó el codo. Se giró para encontrarse con una chica increíblemente guapa: tenía los ojos verdes junto con un pelo exageradamente largo (le llegaba casi por las caderas)  y rubio que le caía por los hombros, por encima de un vestido ceñido negro. Lis se quedó casi sin habla. ¿De verdad existía gente tan guapa en el mundo?. Pensó en que lo mejor era no compararse, pero lo tenía complicado. Lis tenía la piel pálida, el pelo castaño casi por los hombros y los ojos marrones, simples. Lo único que le gustaba de ella eran sus pequeñas pecas, que relucían con el sol y que a absolutamente nadie se fijaba en ese dato.

—¿Tienes fuego?—. preguntó la chica, echándose hacia atrás un largo mechón del cabello. Lis tardó unos segundos en contestar pero, para cuando iba a decir que no, un chico ya se había agachado para ofrecerle del suyo y luego guiñarle un ojo. La chica puso los ojos en blanco y se encendió el cigarro. No le dio ni las gracias—. Cerdos. Siempre igual.

El juego de las aparienciasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora