3 - Una ladrona de camas y camisetas

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Dylan aprovechó que Abby estaba en la ducha para entrar en su habitación y cambiarse. No tenía muchas ganas de cruzarse con ella; no después de llevar quince minutos discutiendo con su hermana por prestarle su habitación sin permiso a cualquier persona que decidiera quedarse a dormir en casa. No importaba que, en realidad, no fuera cualquier persona, sino Abby, su mejor amiga desde que iban en pañales.

Su cama era suya y nadie tenía derecho a dormir en bragas. A no ser que fuera él quien las invitara, lo que no había sido el caso. Además, tampoco estaba de humor para enfrentarse a la lunática de Abigail. El alcohol seguía corriendo por su organismo, bombeando en la sangre por las venas de su cabeza y provocándole un insoportable dolor de cabeza. Y para colmo, olía fatal, a una mezcla de vodka, tabaco y fiesta. Y sus ganas de coger el coche y perderse por el mundo sin dar señales de vida aumentaban con rapidez.

No soportaba la mirada compasiva que le echaba su madre cuando creía que no la veía, o la palmadita en la espalda de su padre con un claro «Ánimo hijo, todo se supera». Y mucho menos a la incansable de su hermana, quien no dejaba de repetirle una y otra vez lo mucho que valía y lo idiota que era Gala.

«No te merece, Dylan».

«Necesitas verla como la veo yo».

Y aunque su familia lo hacía por su bien, porque no querían verlo sufrir, parecían no entender que lo que él necesitaba era que nadie le tuviera lástima, que dejaran de mirarlo como si fuera un maldito desvalido.

Entró en la habitación con la intención de ponerse ropa de deporte y salir a correr un rato para despejar la cabeza, y se encontró con un espantoso perro tumbado en su cama. Era blanco, le faltaba una oreja y lo miraba enseñándole unos dientes afilados. ¿Desde cuando había un perro en su casa? No recordaba habérselo oído mencionar a nadie de su familia.

Dylan dio un paso y el bicho comenzó a gruñir. Se paró. El perro dejó de gruñir. Volvió a dar otro paso y el chucho gruñó de nuevo. ¿Qué coño estaba pasando? Primero, una cría con una de sus camisetas viejas se apoderaba de la cama y ahora un maldito perro. ¿El mundo se estaba volviendo loco? ¿O era él?

Dejó que el peludo gruñera a su gusto y cruzó el cuarto hasta llegar a la cómoda. Sacó una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos de deporte. Se cambió mientras el perro seguía con su orquesta de gruñidos.

El problema vino después, cuando este se cansó de enseñarle los dientes y decidió que era momento de mostrar sus aptitudes caninas. Bajó de la cama y se acercó a él con una rapidez sorprendente para su tamaño y condición —el pobre era cojo—, y cogió una de sus zapatillas.

¡Genial!

Ahora, el chucho, quería jugar.

—Dámela —susurró Dylan, pero el peludo negó con la cabeza moviendo la zapatilla y volvió a subirse al colchón—. Oye, tú, dame eso. —Intentó cogerla sin éxito—. No tengo ganas de jugar —bufó—. Dámela. —Intentó quitarle la Nike, pero solo consiguió hacer enfadar al bicho, que comenzó a gruñir con más fuerza y a tirar hacia atrás—. Maldito perro rastrero.

—¡Aprendiz! —Una voz de mujer captó la atención del perro—. Suéltala. No es tuya. —Y para asombro de Dylan, el perro hizo lo que le ordenaba.

En la puerta, con la mirada fija en el can, Abby estaba desnuda. Y mojada. Bueno, en realidad llevaba una toalla pequeña que le cubría las partes íntimas, pero dejaba las piernas al aire casi por completo. Y no es que la chica fuera muy alta.

Aprendiz —que, por cierto, menudo nombre terrible para un perro—, miró a la que debía de ser su dueña con ojillos de no haber roto nunca un plato y comenzó a lamerse los bigotes.

—Muy bien, mi chico. —Abby sonrió mostrando unos dientes blancos y perfectos—. Así me gusta. —El peludo gimió, giró sobre su espalda y esperó, con ansias, a que su dueña le rascara la tripa.

Dylan observaba la escena sin poder creer lo que estaba viendo.

—¿Muy bien? —Carraspeó—. ¿Casi me rompe la zapatilla en dos y lo aplaudes?

Abby lo miró como si acabara de darse cuenta de que no estaba sola en la estancia y se sonrojó. Probablemente porque acababa de recordar que estaba medio desnuda delante del hermano mayor de su amiga. Aun así, su tonito fue jocoso.

—He hecho que la soltara, ¿no? Pues por eso lo aplaudo. —Cogió a su perro en brazos—. Siento si Aprendiz te ha molestado, solo quería jugar. Le gusta conocer gente nueva.

—Si se pone así cuando quiere jugar... —Señaló con el dedo índice al perro—, no quiero imaginar cómo será cuando quiera arrancarle una extremidad a alguien.

—Aprendiz no es agresivo. —Muy típico en ella, comenzó su diatriba—: Y mira que podría serlo, porque el pobre lo ha pasado fatal, ¿lo sabías? Cuando lo rescaté, su dueño lo maltrataba. Lo usaba para peleas. A Aprendiz. ¿Te lo puedes creer? Si es un bebé... —Acarició la cabeza del peludo con cariño—. Le hacían luchar con perros enormes. Menos mal que mi padre y yo conseguimos sacarlo de allí con vida, cojito y sin oreja, pero con vida. Ahora es feliz y he conseguido hacer que vuelva a confiar en las personas. —Acercó los labios a la única oreja que tenía el perro y susurró—. No te preocupes, Aprendiz, no todos los chicos son tan malos como este.

—Bien, muy conmovedora tu charla. —En otro momento le habría importado, pero no en aquel —. Me alegro de que, al final, Aprendiz encontrara un buen hogar. Y ahora, si no te importa, me gustaría que te largaras de mi habitación para poder cambiarme de ropa. —Si le sorprendió su tono brusco, Abby no dio señal alguna. Al contrario, agarró la camiseta que había usado de pijama y se dirigió a la salida. Dylan quiso morderse la lengua, pero no pudo evitarlo—. Eso es mío, lo sabes, ¿no? —Abby giró la cabeza. El peludo la imitó.

—Era tuya. —Sonrió—. Desde hace nueve años, es mía. Y me encanta dormir con ella.

—Mi camiseta, mi cama... ¿Algo más que deba saber?

—¿Perdón? —Frunció en ceño.

—Que coges mi camiseta, duermes en mi cama...

—Cómo sabes...

—Anoche, cuando llegué, dormías plácidamente bajo mis sabanas. —Dylan no había querido que su voz sonara así, ronca. Y Abby, en lugar de comportarse como cualquier chica de su edad, tímida y avergonzada, esbozó una enorme sonrisa. Parecía feliz y Dylan odiaba a la gente feliz.

—Lo siento. —Se encogió de hombros—. Es la costumbre. Como hace tanto tiempo que no venías, pues a tus padres no les importaba que utilizara tu cama para dormir. Ya sabes, privacidad, intimidad...

A Dylan no le gustó mucho escuchar aquellas dos palabras, pero las ignoró.

—Bueno, pues a mí sí que me importa. —Recogió de la cama la zapatilla que había soltado el perro—. Quédate con la camiseta, pero que sea la última vez que duermes en mi cama.

Abby lo miró descaradamente de pies a cabeza, y Dylan tuvo la sensación de que veía algo más en él.

—Eso lo veremos.

—¿Cómo has dicho?

—Nada. —Negó con la cabeza—. Que estás mucho más bueno ahora que hace diez años. —Y salió corriendo, dejándolo atónito y... ¿complacido?

Por Dios, tan solo era una cría

Propongo no utilizar tantos párrafos cortos enfáticos, solo cuando tenga intención para la narración.

NADIE DIJO QUE FUERA FÁCILDonde viven las historias. Descúbrelo ahora