En el año 34 a.C., en el ancestral Dragonstone, el susurro de la historia tomaba forma en la cámara donde Lady Ceryse Hightower, de 33 años, enfrentaba el desafío sobrenatural del parto. Su cabellera rubia, enredada por el sudor del esfuerzo, se pegaba a su rostro perlado por la tensión. Cada rizo parecía llevar consigo la carga de la expectación, marcando el inicio de una nueva era para la casa Targaryen.
El halo de la vela temblaba en la penumbra de la estancia, mientras la partera, con manos hábiles y palabras alentadoras, sostenía la mano de Lady Ceryse. Sus labios, lastimados por el mordisco constante al labio inferior, manifestaban el sacrificio silencioso que la noble mujer estaba dispuesta a hacer para dar vida a la descendencia de su unión con el príncipe Maegor Targaryen.
En ese momento épico y trascendental, las paredes de Dragonstone parecían susurrar las leyendas pasadas de la dinastía de dragones. El sudor de Lady Ceryse, impregnado en la tela de las almohadas, era un tributo a la valentía y a la fragilidad que se entrelazan en el acto de dar a luz.
—¡puje, mi Lady!—
resonó la partera, cuya voz se mezclaba con el eco de los gemidos de dolor. Cada aliento de Lady Ceryse era una sinfonía de lucha y perseverancia, mientras sus piernas, abiertas en un acto de creación, sostenían el peso de la esperanza y la continuidad de la sangre Targaryen. Que tanto su esposo le exigió
quien aguardaba fuera, consciente de que este nacimiento cambiaría el rumbo de la historia de su estirpe. Las mujeres que rodeaban a Lady Ceryse, con ojos llenos de respeto y empatía, limpiaban el sudor de su frente como si cada gota representara una lágrima derramada por generaciones pasadas y futuras.
En las alcobas de Dragonstone, el tiempo parecía congelarse, como si los dioses mismos estuvieran presentes, observando el épico acto que se desenvolvía. La nobleza de Lady Ceryse, su sacrificio en el altar de la maternidad, resonaba como un eco eterno en los pasillos de la fortaleza.
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En la antesala de la habitación, el príncipe Maegor Targaryen, en sus 22 onosmáticos, yacía sumido en un sillón con una expresión de fastidio, degustando el vino que apenas lograba aliviar su irritación. El joven arrugaba la nariz con disgusto, consciente de que su presencia en aquel espacio se debía a la insistencia de su padre.
—¿Nervios?—
inquirió el príncipe Aenys, medio hermano mayor de Maegor, palmeando los hombros de su hermano con una sonrisa. El gesto paternal contrastaba con la frustración visible en el rostro del joven Targaryen.—Yo casi me desmayo cuando nació mi primer hijo... mi niña hermosa, mi Rhaena—
compartió Aenys con una dulce sonrisa, rememorando con afecto el nacimiento de su descendencia. Mientras tanto, Maegor gruñía molesto, entregándose a un largo sorbo de su copa en un intento por ahogar su irritación.—Ya lleva 6 horas de parto... Y aún no puede parir al mocoso—
expresó Maegor, mostrando su hastío ante la espera prolongada. Aenys lo miró con seriedad, compartiendo un gesto de preocupación.—¡No le digas así! Es tu primer hijo. Deberías estar saltando de alegría y ansiedad—
instó Aenys, buscando infundir un poco de perspectiva en la impaciencia de su hermano. Maegor, por su parte, rodó los ojos con irritación.—Por supuesto, estoy tan emocionado—
replicó el príncipe con un toque de sarcasmo, revelando la tensión que embargaba su ser. Mientras el vino continuaba deslizándose por la copa
La reina Visenya Targaryen ingresó a la habitación con una seriedad que reflejaba la importancia del momento. Se acercó a su hijo, Maegor, con gesto materno, y acarició su cabeza con delicadeza. La expectación estaba palpable en el aire.