Parte 11

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Los días pasaron, y la situación entre lady Elizabeth y el laird Duncan MacLeod no mejoró. Ellos seguían viviendo en el mismo castillo, durmiendo en la misma cama, compartiendo la misma mesa. Pero no se hablaban, no se miraban, no se tocaban. Se evitaban, se ignoraban, se despreciaban. Se odiaban, se rechazaban, se lastimaban. No había amor, no había pasión, no había felicidad.

Lady Elizabeth se sentía cada vez más sola, triste y aburrida. No tenía amigos, no tenía diversión, no tenía ilusión. No le gustaba el castillo, que era frío y oscuro, que estaba lleno de gente extraña y hostil, que le recordaba su prisión. No le gustaba el clima, que era lluvioso y ventoso, que le impedía salir y pasear, que le deprimía el ánimo. No le gustaba su marido, que era duro y distante, que la trataba con indiferencia y desdén, que la hacía sentirse insignificante.

Lady Elizabeth se refugiaba en sus aficiones, que le daban consuelo y esperanza. Leía libros, que le enseñaban cosas nuevas y le hacían viajar con la imaginación. Escribía cartas, que le permitían comunicarse con su familia y sus amigos, y expresar sus sentimientos y sus deseos. Bordaba tapices, que le mostraban su talento y su creatividad, y adornaban su habitación y su vestido. Rezaba a Dios, que le daba fe y confianza, y le pedía ayuda y protección.

Lady Elizabeth también intentaba adaptarse a su nueva vida, que le exigía esfuerzo y paciencia. Aprendía el idioma, que era diferente y difícil, pero que le ayudaba a entender y a comunicarse. Aprendía las costumbres, que eran extrañas y rudas, pero que le ayudaban a integrarse y a respetarse. Aprendía la historia, que era antigua y compleja, pero que le ayudaba a comprender y a valorar.

Lady Elizabeth no lo sabía, pero su actitud y su comportamiento no pasaban desapercibidos para los demás. Los guerreros del clan la admiraban por su valentía y su dignidad, que demostraba al enfrentarse a su marido y a su destino. Las damas del clan la apreciaban por su educación y su bondad, que demostraba al tratarlas con cortesía y amistad. Los niños del clan la querían por su simpatía y su generosidad, que demostraba al jugar con ellos y al regalarles dulces y juguetes. Y su marido, el laird Duncan MacLeod, la deseaba por su belleza y su pasión, que demostraba al hacerle el amor y al entregarle su cuerpo.

La Rosa y el CardoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora