Treinta y tres

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Era casi de madrugada cuando pareció que me quedaba sin lágrimas. Sentía todo mi cuerpo entumecido. Me puse de pie con dificultad y subí a mi dormitorio, tratando de no hacer ruido. Sabía que mi madre se iría en cualquier momento. Entraba muy temprano a trabajar y no quería que me viera en ese estado. 

No pude dormir esa noche. Tampoco lo intenté. Me acurruqué en la cama sin cambiarme la ropa, sólo con mi taza “arreglada” entre las manos. La sostenía como si se tratara de mi propio corazón. Suspiré tantas veces que perdí la cuenta. Y con un suspiro final escuché el viejo Falcon de mi madre alejarse por el camino. Me levanté y miré a través de la ventana. El día empezaba a despertar. Pero en mi interior la oscuridad parecía haberse instalado hondamente. Iba a volver a la cama cuando vi una sombra que parecía escabullirse por entre un grupo de árboles jóvenes. No estaba seguro de lo que había visto así que entrecerré los ojos buscando ver mejor. Pero no vi nada. Y volví a suspirar.

Decidí darme una ducha para ver si mi cuerpo entraba en calor. Y buscando que se lavase también mi tristeza. Además de triste, estaba enojado. Enojado conmigo mismo. Tenía que haber reaccionado de otra manera. Tendría que haberme quedado dentro del automóvil y tratar de arreglar las cosas. No tendría que haber huido. Siempre terminaba huyendo.

Me vestí, sin prestar atención a la ropa elegida y desayuné mecánicamente. Vi mis apuntes, desparramados cerca de mi cuaderno. Los iba a guardar en la mochila cuando vi la letra de Adam y me frené en seco. Me estremecí. Apenas vislumbré algunas frases de su nota, sentí que comenzaba a llorar otra vez. Así que me apresuré a guardarlas.

No pude evitar que mis ojos se desplazaran hasta el teléfono. ¿Y si lo llamaba? Era un nuevo día. Y quizá, lo que fuera que le hubiera sucedido a Adam la noche anterior, ya había quedado en el pasado. Aunque…, si así fuera, él habría llamado. ¿Y si creyera que era yo el que estaba enojado? Al fin y al cabo, había sido yo quien se había bajado del automóvil, en completo silencio. Pero después sí había intentado hablar con él. Lo había llamado a su celular y él no había querido atenderme. (Quizá no lo escuchó). Suspiré. No tenía celular pero sabía muy bien que existía lo que se conocía como “llamada perdida”. Mi llamada había quedado registrada. Era él quien no quería hablar conmigo.

Seguí con mis ojos clavados en el aparato por un par de minutos. Y antes de que las mejillas se me encendieran por la vergüenza, corrí hasta el teléfono y marqué su número, otra vez. Esperé nervioso y luego de un par de segundos una voz impersonal me volvió a decir que el celular estaba apagado o fuera del área de servicio. Colgué. ¡Estaba tan arrepentido! Aquel silencio me hacía mal. Y mi orgullo se resintió. Pero apenas di un paso de vuelta a la cocina, cuando el teléfono comenzó a sonar.

- ¡¿Adam?!- contesté casi en un arrebato.

- No soy Adam.- me dijo una voz.

Tardé unos segundos en contestar. Había reconocido aquella voz pero por alguna razón las palabras no me salían.

- ¿Eden? ¿Estás ahí?

- Sí…- balbuceé- Aquí estoy, Damien.

- ¿Estás bien?

Y ante su pregunta me eché a llorar como si fuera un niño pequeño.

- ¿Eden…?

Respiré profundo, sintiendo cómo mis lágrimas me empapaban el rostro.

- ¿Eden?- repitió Damien- ¿Estás bien?

- No…- dije apenas en un susurro.

Sollocé. Me sentía realmente muy mal. Pero antes de que pudiera calmarme y decir algo más, me di cuenta de que Damien había colgado. Me quedé con el tubo en la mano. Temblando y llorando. Pero un golpe fuerte en la puerta de calle me hizo sobresaltar. Colgué el auricular y caminé hacia la puerta. La abrí despacio, sin entender demasiado todo lo que estaba pasando. La mirada de Damien me hizo vibrar. Estaba allí, parado en mi porche, con su celular aún en su mano.

REDEMPTION, Sacrificio de Amor #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora