Prólogo

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No había mayor ni mejor sensación que la de montar sobre un dragón y surcar el cielo.

Había una libertad oculta en aquel placer, allí, en lo más alto del mundo, todo lo demás se empequeñecía. Desde los reinos que Aegon conquistó hasta el más insignificante de los problemas parecían evaporarse cuando se estaba sobre la espalda de un dragón. No es que tuviera muchos problemas de todos modos, a fin de cuentas era Rhaenyra Targaryen, la hija del rey Viserys I Targaryen.

Y sin embargo, mientras Rhaenyra le ordenaba a su amado dragón de escamas doradas que aterrizara, no podía evitar sentir miedo.

El Gran maestre se lo había anunciado a su padre hacía poco más de una semana, y el rey no tardó en convocar a la corte y mandar cuervos a todos los rincones de Poniente para anunciar la buena nueva, la reina Aemma estaba embarazada.

Su séptimo embarazo, y de los seis anteriores ella era la única que había vivido más que unos pocos días.

Había visto a su madre sumirse en la pena con cada aborto, con cada niño que moría a los pocos instantes de nacer, y ahora se enfrentaba a ese mismo destino una vez más.

Odiaba lo que su padre estaba haciendo, su madre no era una yegua de cría, nacida y criada para parir herederos y repuestos.

Pero este era un mundo de hombres, poco podía hacer para cambiarlo.
"Princesa" la saludó Ser Harrold, caballero de la guardia real, mientras le ofrecía una inclinación.

"Buenos días, ser. Un día maravilloso para montar, ¿no creéis?"

"Si os refirierais a los caballos, tal vez. Pero no tengo conocimientos suficientes para saber si es buen día o no para montar en dragón"

"Relajaos, Ser Harrold, casi parece que tenéis miedo de Syrax" comentó Rhaenyra, intentando con poco desimulo burlarse del caballero.

"Lo cierto, princesa, es que no me siento cómodo en presencia de tales bestias"

"Syrax no es una bestia, Ser, es una dama. Una dama dorada" replicó.

"Las damas no suelen escupir fuego" fue su seca respuesta.

"Sólo las aburridas" se rió mientras un sirviente le abría la puerta de su carruaje.

"Ser Harrold" llamó antes de entrar al transporte "¿Sabéis dónde está Alicent?"

"La Mano ordenó reunirse con su hija, alteza" le respondió "También me ordenó que os dijera que habría una reunión del consejo a mediodía, si no nos damos prisa..."

Las palabras del Guardia Real murieron ahogadas bajo el ruido de los cascos de un caballo.
Actuando por instinto, el caballero desenvainó su espada y se interpuso entre quien fuera el jinete y la princesa, mientras el grupo de guardias apuntaban al animal histérico.


Resultó ser una yegua de cabello gris la que entró rampando, resoplando por el esfuerzo al que había sido sometida desde hacía lo que parecían días, así como por los grandes cortes de su lomo.

Su pelaje gris estaba manchado de barro y sangre, tanto del animal herido, como de su jinete.
Un joven campesino, supuso el caballero al ver la ropa de cuero ajada y sucia, de unos 17 o 18 días del nombre. Su cabello era largo y oscuro como el carbón, tenía los ojos cerrados y su piel estaba mortalmente pálida.

Sus observaciones se detuvieron cuando la yegua, exhausta y herida, no pudo soportar más la carga que llevaba y se cayó al suelo, muriendo. Por suerte no había caído sobre el muchacho, al que ahora se le veía el motivo de su palidez, dos flechas clavadas en su espalda junto con un río de sangre.

Lobos del Norte, dragones del EsteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora