Capítulo 16

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Subieron las escaleras con dificultad, ante la mirada humorística de dos vecinos.

—Creen que llevo al borracho local a casa —de pronto, Jen se detuvo, tan bruscamente que casi dejó caer a su carga—. Dios mío, Leo, perdona. No estaba pensando en tu padre, te lo prometo —le sonrió con dulzura—. Supongo que mucha gente se burlaba de vosotros cuando lo ayudabas a llegar a casa.

Leo no tenía ganas de hablar de su padre. Había tenido demasiadas emociones esa noche.

—Vamos dentro —dijo—. Antes de que me caiga.

—Es como si me cerraras la puerta en las narices. ¿Nunca hablas de él?

—Jen —se impacientó Leo—, si tienes tantas ganas de hablar de mi padre, me vuelvo a casa. Solo. Puedo tardar una semana, pero te juro que lo haré.

—¡Vale, perdona! —entraron en el vestíbulo y, entonces, Jen exclamó con horror—. Oh, las escaleras, Leo. Olvidé las escaleras.

—Tampoco en mi casa hay ascensor —la consoló Leo—. Venga, adelante.

Los calmantes estaban dejando de hacer afecto. Le dolía la rodilla horriblemente y, de pronto, comprendió con pavor que los gemidos que estaba oyendo venían de su boca.

—Perdona —dijo.

—Solo quedan dos escalones —murmuró Jen y secó el sudor de su frente con dedos gélidos—. Recuérdame que no vaya nunca al cine contigo. Solo un pasillo y podrás sentarte.

Cuando Jen abrió la puerta, vio que las niñas no habían vuelto. Eran solo las nueve y media, aunque, por algún motivo, Leo creía que era más de medianoche.

—Voy a ponerte en mi cama y dormiré en el sofá. No te molestes en discutir —dijo Jen. Leo logró una sonrisa.

—Podemos compartir la cama y no tendrás que preocuparte, dado mi estado.

—Calla —ordenó Jen. 

—Voy al baño.

Al cerrar la puerta tras él, Leo captó su imagen en el espejo. Parecía el superviviente de una pelea a muerte en el ring.

Iba a dormir en la cama de Jen.

Sin ella.

Cuando salió del baño, lo esperaba en la puerta para ayudarlo. Por primera vez desde que se había hecho cargo de la situación, parecía nerviosa. Leo se sentó en la cama, se quitó los zapatos y comenzó a desabrocharse la camisa.

—Deja la ropa en el suelo —dijo Jen con un hilo de voz—. Luego lo lavaré.

Tenía la camisa manchada de sangre y la manga rota.

—No hace falta —dijo.

Jen replicó:

—Empiezo a darme cuenta de que tengo que aprender mucho de ti en cuanto a independencia —y cerró la puerta dejándolo solo. Leo se quedó en calzoncillos y se metió en la cama, dispuesto a seguir despierto hasta que ella entrara.

Pero el sueño lo sumergió como una ola y, en pocos segundos, dormía profundamente.

Se despertó en mitad de la noche con un sobresalto. El gato había saltado a la cama y estaba acurrucado entre sus piernas. La luz entraba por la puerta, que estaba entreabierta. Leo sintió el aroma de Jen emanando de la almohada y su cuerpo se despertó. Ojalá estuviera ella cerca.

Estaba muerto de sed.

Salió de la cama y se dirigió al baño. Sus músculos estaban rígidos y cada paso le costaba un esfuerzo tremendo. En el espejo comprobó que tenía peor aspecto que unas horas antes. La barba incipiente y un ojo morado afeaban su rostro hinchado. «Lo justo para gustar a la mujer de tu vida», se dijo.

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