Capítulo 24

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—¿No estás decepcionada?

Jen miró por encima del hombro y rápidamente lo besó con pasión.

—Esto debería... oh, no... te he manchado con el pintalabios. Hola, mamá, recuerdas a Leo Manobal, ¿verdad?

El pintalabios de Jen era rosa. Leo se pasó la manga por la boca, procurando no reírse y dijo con tono formal:

—Me alegra verla de nuevo, señora Kim.

Marion Kim llevaba el cabello castaño impecable, un maquillaje leve y un vestido de corte perfecto. Todo lo anterior era previsible. Sin embargo, había algo nuevo en su actitud. ¿La firmeza con que le dio la mano? ¿La cándida curiosidad con que lo examinó? ¿O el hecho de que estaba desobedeciendo a su marido?

Dijo con su voz cantarina:

—Hola, Leo. Te hubiera reconocido en cualquier lugar del mundo y al mismo tiempo has cambiado.

—Podría decir lo mismo de ti, Marion.

Su réplica era en cierto modo un reto. «Somos iguales», parecía decir Leo, «no soy el empleado de tu marido».

—Es una buena noticia para los dos —comentó Marion con ironía—. Jen me ha dicho que eres socio de Sam Withrod. Morris lleva su Rover a ese garaje.

—Pues procuraré cuidarlo —sonrió Leo sin ocultar una mirada malévola.

Jen dijo con cierta ansiedad:

—Mamá ha traído vino, Leo, ¿te importaría abrir la botella?

—Será un placer —dijo Leo y decidió que, si quería hacer el amor con Jen aquella noche, era mejor que Marion comprendiera que ya formaba parte de la vida de su hija. Se sentó a disfrutar de la charla y, una hora después, tuvo la recompensa de Jen diciéndole al oído:

—¿Siempre eres tan encantador?

Estaba preparando la cena mientras Marion jugaba con las niñas. Dejó los cubiertos y acarició el cuerpo de Jen con delectación.

—Solo quiero asegurarme de que entiende lo que está en juego.

—¿Sabes qué me ha dicho? —comentó Jen—. Que siempre le gustaste. Que eras un joven muy trabajador y que, si hubiera tenido veinte años menos, te habría perseguido. ¡Mi propia madre!

Jen parecía tan escandalizada que Leo se echó a reír.

—Tienes un sentido del humor muy perverso.

Leo tomó su copa de vino y saboreó un trago, pensando que era de lo mejor que había probado. De pronto, una vocecita dijo desde el suelo:

—¿Eso es lo que bebía tu padre?

Leo estuvo a punto de perder el equilibrio mientras volvía a ver a su padre emborrachándose con ginebra barata en la casa.

—Liddy, no deberías... —comenzó Jen.

—No importa —dijo Leo—. Bebía todo lo que caía en sus manos, Liddy. Era como una enfermedad.

—¿Tú también la tienes?

—No, no la tengo.

La mirada de la niña era más curiosa que hostil. Leo insistió:

—Puedes preguntarme todo lo que quieras, Liddy.

Liddy giró hacia su madre:

—¿Me das más palomitas, mamá?

Fin de la conversación, pensó Leo y recuperó el cuchillo. Aunque Liddy no le dirigiera más la palabra, se encontraba reconfortado. Aquella noche se marchó pronto y vio la televisión hasta que sintió que podía dormir.

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