Capítulo 3

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Los pies de Leo le habían llevado junto al agua, donde había un puesto de hamburguesas. Pero ya no tenía hambre. Tenía que volver al hotel, cambiarse de ropa y correr por el parque hasta caer extenuado. Necesitaba ejercicio o se volvería loco de remate.

Media hora más tarde, Leo corría bajo los altos pinos del parque, en una colina junto a la costa que dominaba el puerto de Halifax. Pasó junto al monumento a los héroes de la guerra, sintiendo que sus músculos se iban relajando y su paso se hacía rítmico, fácil. Jennie no existía para él.

Además, era una mujer casada. Felizmente casada, a juzgar por su aspecto.

Lo que considerando al hombre que había elegido por marido no decía nada bueno de ella.

Se esforzó por no pensar en eso y contemplar el paisaje. Había unos niños jugando al balón y sus gritos rompían la tarde apacible. Unos perros se perseguían ladrando locamente. Corrió por las sendas, entre los árboles, durante más de una hora y por fin se detuvo para respirar y se acercó al abismo para observar el batiente mar, espumoso y salvaje, contra las rocas. Ya era hora, pensó con ironía mientras se secaba el sudor de la frente, de pensar en la primera sorpresa del día. La propuesta que Sam le había hecho mientras desayunaban juntos en la cafetería cercana a su garaje.

Sam Withrod. Había sido el supervisor de área de una Leona de gasolineras: el padre de Leo se ocupaba de una de éstas y Leo había conocido y apreciado a Sam desde niño. Desde su partida, habían mantenido el contacto, a través de un par de cartas anuales, apenas una nota por parte de Leo, largas cartas de Sam poniéndole al día. Cuando regresó a Canadá un año atrás y buscó trabajo en Toronto, llamó a Sam y luego siguió llamando una vez al mes.

Esa mañana, Sam le había ofrecido un trabajo. Más que un trabajo, una participación en el negocio.

—Tengo sesenta y cuatro años —le había dicho Sam mientras extendía mantequilla sobre su tostada—. No tengo familia, ni hijos. No soy tan fuerte como solía. Me gustaría que te quedaras con el garaje cuando me retire. Y mientras tanto, podríamos ser socios. Así aprenderías el negocio, me darías ideas nuevas. ¿Qué dices?

Sam estaba especializado en coches extranjeros, empleaba a una docena de mecánicos y tenía una reputación inmaculada. Leo solo pudo responder con timidez:

—¿Lo dices en serio?

—Pues claro. ¿No lo esperabas?

—No.

—Sé que no eres feliz en Toronto.

—Lo odio —resumió Leo—. La ciudad y el trabajo. Ambos me agobian.

Sam se terminó sus huevos con bacón y se limpió el bigote con la servilleta. Su bigote, como el cabello, era gris, abundante y encrespado.

—Has venido a pasar unos días. Pásate por el garaje a mirar, pregunta lo que quieras y tómate tu tiempo. No tengo prisa.

Jugando con el tenedor, Leo murmuró:

—Es una oferta muy generosa, Sam.

—No lo veo así —replicó Sam mirándolo con los ojos azules a un tiempo irónicos y afectuosos—. Te he visto crecer, chico. Eres trabajador y tienes unas manos con las máquinas como no he visto otras. Y sobre todo, eres leal y noble. No puedo decir lo mismo de mucha gente.

Leo habló de nuevo con torpeza que disimulaba su timidez:

—Gracias.

Después pidió más café y cambió de tema. Pero ahora, mirando el sol hundirse en el mar, no podía dejar de acariciar las palabras de Sam, que calentaban su corazón como el último sol calentaba su piel. Sam confiaba en él. Eso era lo importante.

La emoción comenzó a resurgir en su interior. Estaba seguro de que el negocio de Sam era floreciente. Cada vez había más coches de marca extranjera y, en una ciudad pequeña como Halifax, la reputación de honradez era esencial para un garaje. En Toronto, Leo había tenido problemas por su negativa a mentir a los clientes y cobrar trabajos innecesarios. Y allí no tenía ningún futuro.

En Halifax podía vivir junto al mar, en una provincia famosa por su costa y su paisaje salvaje, un lugar donde respirar libremente. No tendría que luchar por sus principios, ya que Sam los compartía plenamente. Y podría estar cerca de su madre, que seguía viviendo en Juniper Hills, a media hora de Halifax.

Y cerca de Jennie.

Con una mueca de disgusto, Leo miró la línea del horizonte. Pasadas unas cuantas horas desde la absurda escena del estudio de fotografía, podía calibrar lo hondamente que le había afectado el retrato de Jennie. Al presentarse de golpe, sin previo aviso, la emoción le había dicho lo que tanto tiempo se había ocultado a sí mismo: seguía sin haberse librado de su antiguo y desgraciado amor.

No había pasado diez años pensando en ella. Ni mucho menos. Se había marchado de la ciudad al morir su padre, antes de cumplir los veinticuatro años. Había recorrido los Estados Unidos, Chile, Australia, Tailandia y Singapur, India y Turquía, para terminar en Europa. Había tenido cientos de trabajos, había sido camarero, cuidador de caballos y mecánico, había leído con voracidad, estudiado idiomas, conocido a mucha gente. Había madurado. Al menos eso había creído hasta aquel día.

Por primera vez pensaba que quizás no había sido muy inteligente enterrar en el fondo de su inconsciente todo lo sucedido con Jennie. Porque en lugar de enfrentarse a ello, lo había ocultado y allí estaba de nuevo, un cartucho de dinamita en mitad de su cerebro. Y ver el retrato había sido como acercar una cerilla a la mecha.

El cerebro de Leo se quedó de pronto en suspenso: quizás Jennie fuera el motivo por el que no se había casado. Aunque no había permanecido célibe, en los últimos años había limitado sus aventuras a mujeres por las que sentía afecto, pero que entendían que no había lugar para el compromiso y que habían estado dispuestas a disfrutar de su compañía mientras durara el visado. Cualquier exigencia más personal le había puesto nervioso como el anuncio de una condena.

¿Sería que nunca se había librado de la imagen de Jennie? ¿O que no había resuelto la mezcla de amor y sufrimiento grabada en su cerebro? ¿Acaso ella le ataba aún, impidiendo que volara libremente?

¿O era, simplemente, un solitario? ¿Un hombre que gustaba de su propia compañía y que siempre seguía libremente su instinto? En realidad, desde que tenía uso de razón, había estado solo, luchando con los puños por el honor de su padre. Podía recordar como si fuera ayer las burlas de los demás muchachos, imitando los pasos de borracho de su padre, y su propia furia. Nadie le había ayudado mientras luchaba contra todos. Muy temprano había comprendido que dependía de sí mismo y que vivía en un mundo hostil. Hubiera sido inútil que buscara refugio en su madre.

De manera que Jennie no debía tener nada que ver con su estado civil.

¡Tenía un aspecto tan feliz en la fotografía! Tan libre e inconsciente. Y sin embargo su marido era un canalla, de eso Leo estaba seguro.

Un canalla rico, sin duda. Un canalla de alta sociedad. No como él, el joven Manobal de la gasolinera. Y Jennie era una esnob. No había razón para que hubiera cambiado.

Leo se puso en pie. Ya estaba bien. Tenía que tomar una decisión respecto a Sam.

Al menos que ya estuviera tomada. ¿Iba a vivir de nuevo cerca del mar y propiciar un encuentro con Jennie Cartwright para deshacerse de una vez de su particular fantasma? No quería que siguiera dominando inconscientemente su vida, o que la simple visión de su retrato lo enloqueciera.

Sin duda su madre sabía dónde vivían Jennie y Ray. No le sería difícil volver a verla.

«Así será», se dijo con ira e ironía. «Porque va siendo hora de que aprenda a vivir. Solo o acompañado». Tenía que ver a Jennie una vez más para olvidarse del pasado.

Un clásico exorcismo, eso era el plan.

Porque odiaba más que nada en el mundo sentirse atado a aquella mujer.  

Alma SolitariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora