Levi vivió entre sombras, sobreviviendo en la Ciudad Subterránea sin más certezas que la muerte y la miseria. Pero en medio de la oscuridad, hubo un instante de luz: un encuentro fugaz con un joven cadete, una conexión efímera que dejó una marca imb...
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El pequeño Levi se acurrucó contra el cuerpo debilitado de su madre, aferrándose a la tela gastada de su vestido. Su respiración era más pesada que antes, su piel más fría.
—Mamá... —susurró, con miedo a cerrar los ojos, con miedo a despertar y encontrarla inmóvil.
Kuchel acarició su cabello con manos temblorosas y, con la poca fuerza que le quedaba, comenzó a cantar. Su voz era suave, casi un susurro, pero Levi escuchó cada palabra.
"Aunque no puedas verme, siempre estaré aquí... Si me extrañas, busca la luna en lo alto, o deja que el sol caliente tu piel..."
Levi no entendía del todo el significado, pero algo en su pecho dolía al escucharla.
Su madre apoyó su frente contra la suya y le sonrió con dulzura.
—Quiero que seas fuerte, Levi —susurró—. Sal de aquí algún día. Encuentra un lugar donde puedas vivir en paz.
Levi no respondió. No podía. Solo se aferró más a ella, tratando de memorizar su calor, su voz... antes de que todo se desvaneciera.
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Cuando Levi despertó, la habitación estaba en penumbras. La sensación de entumecimiento seguía en su cuerpo, pero el vacío en su vientre le confirmó lo inevitable: su hijo había nacido.
Parpadeó lentamente, dejando que la realidad se asentara en su mente.
Había tomado la decisión correcta.
Por más que lo amara, la Subterránea nunca le ofrecería seguridad. Él lo sabía mejor que nadie. Había crecido entre hambre, miedo y muerte, y si él llegaba a faltar, su hijo estaría condenado a vivir lo mismo. Tal vez su madre habría hecho lo mismo si hubiera tenido la oportunidad.
Un leve crujido lo sacó de sus pensamientos.
Traute apareció en la entrada de la habitación, su figura recortada contra la tenue luz del pasillo. En sus brazos, envuelto en mantas limpias, estaba su bebé.
—Es un niño, es hermoso —dijo, con un tono que Levi no supo descifrar. –Se parece a ti– murmuró Traute.
Levi asintió levemente, aunque no estaba de acuerdo. No entendía como algunas personas podían identificar rasgos en los bebés recién nacidos, si aún no se habían desarrollado.
Se acercó y, con una delicadeza que no esperaba en alguien como ella, le tendió al niño. Su cabello era rubio y sus ojos eran azules, idéntico a su padre. Levi suspiró recordando al soldado rubio.
—Puedes pasar la noche con él —anunció—. Pero al amanecer, debo llevármelo.
Levi tomó a su hijo con manos temblorosas. Su corazón latía con fuerza, su mente gritaba que no se encariñara más de lo que ya lo estaba.
Pero era demasiado tarde.
Esa noche fue la más larga y la más corta de su vida.
Levi mantuvo a su hijo contra su pecho, sintiendo su calor, escuchando su respiración pausada. Cada detalle de su pequeño rostro, cada mechón de su cabello rubio, cada pestaña dorada era una prueba irrefutable de quién era su padre.
Lo acunó con manos temblorosas y, con una voz apenas audible, comenzó a tararear la canción que su madre solía cantarle cuando era niño. Una melodía suave, melancólica, impregnada de recuerdos de una infancia marcada por el amor y la pérdida.
—Quisiera poder darte más... —susurró, apoyando la frente contra la suya—. Pero te prometo que no será un adiós para siempre. Algún día, cuando salga de ese agujero, te encontraré. Me aseguraré de que estés bien... de que seas feliz.
Las lágrimas quemaron sus ojos, pero no las dejó caer. No podía permitirse flaquear ahora.
El amanecer asomaba por la ventana cuando escuchó pasos en el pasillo. Su pecho se encogió.
Era hora.
La puerta se abrió. Traute lo observó en silencio, con una expresión que Levi no supo descifrar del todo. ¿Era amargura? ¿Tristeza? Tal vez ambas.
Levi bajó la mirada al pequeño en sus brazos. Su hijo dormía plácidamente, ajeno a la cruel realidad que lo separaría de él en cuestión de minutos. Con una mano temblorosa, apartó un mechón de su cabello rubio y depositó un beso en su diminuta frente.
—Voy a ir por ti —susurró, apenas audible.
Traute no lo escuchó, o quizá fingió no hacerlo. Se limitó a extender los brazos para recibir al bebé, pero antes de tomarlo, habló con una firmeza poco común en ella.
—Sé quiénes son las personas que lo adoptarán —dijo—. Son una pareja de ingenieros. Pronto se mudarán a la Muralla María para estar cerca de la familia del hombre. No tienen antecedentes, parecen ciudadanos ejemplares... No tengo dudas de que lo cuidarán bien.
Levi cerró los ojos por un instante, permitiéndose creer en sus palabras. No tenía otra opción.
Cuando volvió a abrirlos, entregó a su hijo con el corazón roto.
Traute lo sostuvo con cuidado, con un respeto silencioso por el dolor de Levi. Luego, sin decir nada más, se giró y caminó hacia la puerta.
Levi la vio desaparecer con su hijo en brazos, dejando tras de sí un vacío imposible de llenar.