La visitante

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Dibujo: Poropou por Juan Pablo Wansidler.

Andrés terminó de dibujar un chocolate caliente (ya no bebía café), cuando decidió que iba a tomarse uno. Arrancó el dibujo de la libreta, hizo un bollo con el papel, y lo arrojó al cubil de al lado. Salió corriendo, antes de escuchar las recriminaciones de Paco, y fue hasta la máquina de café.

Allí encontró a su compañero.

—Pensé que estabas en tu escritorio —le dijo, aburrido.

Paco se encogió de hombros, saboreando el café.

—¿No podés verme un minuto sin trabajar?

Andrés se rió.

—Te ves más joven —le dijo Paco—. ¿Estás haciendo algún tratamiento para el pelo?

Andrés negó con la cabeza.

—¿Estás yendo a un spa urbano?

—No.

Paco dio un sorbo de café.

—Entonces es como dicen: trabajar te mantiene joven.

—No creo en eso.

—Deberías.

—Odio este trabajo —afirmó Andrés—. Quiero irme.

—¿Y qué vas a hacer?

—Quiero ser escritor.

Paco se burló.

—Pero con eso te vas a morir de hambre.

Andrés se encogió de hombros, y sonrió.

—También quiero poner un negocio de historietas o una librería especializada. Puedo mantenerme con eso, y probar suerte.

—No digas pavadas, Andrés. Tenés un buen trabajo. No lo arriesgues. —Paco le dio la espalda, concentrado en su café, y Andrés puso los ojos en blanco, molesto.

No lo soportaba más. Quería irse ya. ¿Y si Paco tenía razón? ¿Y si todo era un gran error? Mientras caminaba hacia su cubículo, vio a un oficinista armando un rompecabezas. Frunció el ceño, preocupado. Una vez frente a la computadora levantó el tubo del teléfono, llevó un dedo hacia los números y se quedó paralizado con la expresión vacía. Cortó en seguida, confundido. Guardó la libreta y el lápiz en el bolso, también las historietas, los muñequitos y los libros, y se fue.

—¡Ey, Andrés! —gritó Paco, desde el cubículo contiguo, pero Andrés no lo escuchaba—. ¿Vos dejaste este chocolate en mi escritorio?


***


—¡Andrés! —le gritó el jefe, cuando se dirigía al ascensor.

—Me siento mal, Rodríguez —Andrés apretó el llamador con insistencia—. Me voy a casa.

—Quiero esos informes para el jueves. Mañana te quedás haciendo horas extra.

Las puertas se abrieron.

—Está bien —suspiró Andrés, zambulléndose en el ascensor.

Antes de que se cerraran las puertas, sonrió a su jefe. Cuando lo hicieron, levantó el dedo medio. Salió del edificio y sintió un fuerte alivio. En seguida, se detuvo. El miedo se arremolinaba en la boca de su estómago, pero no quiso hacerle caso. Metió las manos en los bolsillos y encontró un papel con el dibujo de un puma alado. Sonrió, segundos antes de ser golpeado en la cara por un globo violeta. Su primera reacción fue apartarlo, asustado. En seguida, intentó asirlo del piolín, pero el globo ya había escapado y ahora rebotaba en las paredes sucias del edificio alejándose libre hacia el cielo. Aunque buscó al niño que lo había perdido, no lo encontró. Suspiró y miró al puma alado en su mano.

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