Aprendí a no llorar en público. Aprendí que estar lejos y cerca depende de lo mucho que desees a alguien, pero más de lo que ese alguien te desea a ti. Que el amor y el odio están sobrevalorados, y que lo que realmente importa en una relación es la incertidumbre. Aprendí a no quedarme dormido antes de las doce, a conciliar el sueño luego de batallar por horas, a besar cualquier vacío que tuviese la misma profundidad que el dolor que me causaron sus labios antes de despedirse. Aprendí que no puedes retener a alguien a tu lado si tu lado se parece a un abismo, y que las alturas sólo les causan pánico a quienes nunca aprendieron a volar. Aprendí que la diferencia entre ella y yo estaba en la forma de querer y que, aunque ella me quiso a su modo, yo nunca la quise lo suficiente. Aprendí tanto y olvidé algunas cosas por el camino. Pero nunca aprendí a no echar de menos a destiempo, a irme cuando tenía la certeza de que nadie iba a llegar. Nunca aprendí a despedirme, sólo me iba y pasaba el resto de mi vida arrepintiéndome. Nunca supe que, antes de enamorarte, tienes primero que aprender a vivir solo, por si esa persona no tiene intenciones de quedarse para siempre, y que el siempre no existe y aunque existiera, no sería de ningún modo infinito. Por eso es que la mayor parte de mi vida la he vivido improvisando, rogando que al siguiente día haya logrado olvidar mis errores para empezar a perdonarme por todo lo malo que nunca tuve tiempo de cometer. Por eso me enamoré de la lluvia y de los atardeceres que hacen llorar, de las historias que cuentan los ojos, del silencio que guardan los labios. Me enamoré de la incertidumbre, de no saber muy bien cuándo detenerme cuando amo a alguien, de dar todo de mí como si mi vida hubiese dejado de ser un lugar horrible y se hubiese convertido en uno donde volar no fuera tan difícil, donde alguien quisiera quedarse.
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