CAPÍTULO 1

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Keitha no sabía qué sería de ella sin las historias. Siempre que se sentía perdida, confusa o no sabía hacia dónde dirigir su camino, cogía un libro y, como si estuviera hechizada, se perdía y se encontraba una y otra vez entre sus páginas.

Era un pensamiento que solo se permitía tener en momentos como aquel: sola, en su habitación, sin miradas que controlaran en todo momento sus gestos y pasos. Apoyada en el alféizar de la ventana, sin asomarse del todo para poder observar el exterior sin ser vista, encontraba la tranquilidad de la soledad. Su habitación daba a la parte trasera del palacio, una zona que le permitía tener mayor privacidad y disfrutar de las vistas que le ofrecían los jardines que lo rodeaban. Keitha siempre había sentido predilección por ese pequeño trozo de vida que se extendía alrededor del lugar. Cuando recorría con Nale los caminos rodeados de árboles y arbustos sentía que formaba parte de una de esas historias sin nombre que tanto disfrutaba leyendo.

Como princesa del reino de Adiena, era muy consciente de todas las normas no escritas que debía seguir, y perderse en mundos de ficción y fantasía era algo que no se podía permitir. Desde pequeña le habían enseñado los peligros que se escondían tras las historias que se encontraban en muchos libros, por lo que sus padres se habían ocupado exhaustivamente de eliminar todos aquellos que atentaran contra el sentido común y las reglas establecidas en su reino. "Es peligroso que las personas sueñen, porque eso les hace dedicar más tiempo a mundos imposibles que a la realidad", le había dicho su padre. Keitha sabía que lo hacía con intención de proteger a su reino, pero no podía evitar pensar que todas las historias que descubría, a escondidas, le permitían conocer mucho más que su día a día en palacio.

Nale siempre le decía que estaban hechos de las historias que leían y a Keitha le parecía una afirmación preciosa. Realmente los libros les habían unido y Keitha sentía que sería una persona completamente diferente si no hubiera conocido al muchacho. La escena de dos pájaros encontrándose en la rama de un árbol se llevó toda su atención. Era muy entraño encontrar animales en los jardines, no solían llegar hasta la civilización. Instintivamente, Keitha se giró a su izquierda, con la boca abierta, dispuesta a comentar la situación con alguien que, evidentemente, no estaba.

Sintió cómo el vacío volvía a envolverla. No era la primera vez que se dejaba llevar por ese impulso en las últimas semanas. Cada vez que paseaba por los jardines o leía a escondidas en su habitación se encontraba esperando a que Nale apareciera en alguna esquina. Desvió la mirada al diario que sujetaba entre las manos. Se moría de ganas de enseñárselo, de que le ayudara a decidir qué hacer. Sin embargo, se encontraba sola, perdida. No había nadie y lo último que quedaba en su recuerdo era una advertencia, clavada en su memoria, que perseguía a Keitha desde entonces.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos cuando escuchó que alguien llamaba a la puerta. Sobresaltada, se dispuso a esconder rápidamente el diario bajo el colchón. Estaba colocando bien las sábanas cuando la puerta se abrió, dando entrada a Anwyn. La princesa recibió a su doncella con una sonrisa, mientras esta hacía una reverencia.

— Buenos días, alteza. El desayuno ya está preparado.

Keitha asintió y se sentó frente al tocador. Unos ojos apagados de color esmeralda le devolvían la mirada a través de su reflejo. Keitha se esforzó por disimular su cansancio y se vio a sí misma en el espejo concentrándose en mantener una expresión tranquila y perfecta. Las arrugas que se habían formado por fruncir el ceño se disimulaban poco a poco e incluso parecía que las ojeras, tan marcadas hacía apenas unos minutos, desaparecían. Poco a poco vio aparecer a esa nueva Keitha. La perfecta e impecable princesa.

Anwyn parecía no darse cuenta de su lucha interna, pese a que de vez en cuando Keitha se percataba de que la observaba de reojo. La doncella estaba muy concentrada en su tarea y le cepillaba cuidadosamente su larga cabellera. El rey solía decir que su cabello realzaría mucho más su belleza si fuera de un color más claro, pero a Keitha le encantaba el marrón oscuro, le recordaba a la tierra y a los árboles.

— ¿Qué tal ha dormido, alteza? – preguntó Anwyn mientras terminaba de arreglar los tirabuzones.

— He tenido noches mejores – comentó simplemente. No le apetecía profundizar en el asunto, así que se apresuró a cambiar de tema-. ¿Alguna novedad en el servicio?

La cara de Anwyn se iluminó, como siempre que veía la oportunidad de hablar de algún rumor que había descubierto. Keitha no sabía cómo una sola persona podía enterarse de todo lo que pasaba en el palacio, pero Anwyn, al ser la doncella más cercana a la princesa, controlaba las tareas y actividades del resto del personal de palacio.

— El nuevo guardia ya está en palacio.

Keitha asintió. El general Miles, su guardia personal, había anunciado su retiro después de años al servicio de la corona. Llevaban una semana esperando al que le sucedería, un joven entrenado por el mismo Miles, que pasaría a formar parte del cuerpo de protección más cercano a la corona. Keitha suponía que eso era una novedad para los criados, que normalmente no contaban con nuevos miembros, mucho menos personas jóvenes. Supuso que esa era la razón por la que desde que Anwyn entró a trabajar en palacio, la princesa había hecho todo lo posible por mantenerla cerca. La doncella no era mucho mayor que ella y siempre habían tenido una relación muy estrecha. Si bien no sentía la tranquilidad y libertad que le transmitía Nale, cuando estaba con Anwyn no tenía que seguir cientos de protocolos. Además, la joven le escuchaba siempre que lo necesitaba y no la juzgaba.

Se esforzó en poner toda la atención que pudo al parloteo de Anwyn, que le ponía al día sobre la llegada del guardia y las anécdotas recientes de algunos criados mientras la terminaba de preparar para el día. Tras terminar su peinado, le ayudó a ponerse un vestido largo, de color azul pálido, y avisó al resto del personal de que la princesa estaba lista.

Antes de salir de su habitación, Keitha se paró una vez más frente al espejo. Comprobó que estaba perfecta y se permitió un momento para cerrar los ojos y respirar hondo. Cuando los volvió a abrir, todo rastro de cansancio y malestar había abandonado su rostro. Estaba preparada para enfrentarse al nuevo día.

Hijos de Yule (primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora