Prólogo

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A Iliana le encantaban las mañanas.

Con el primer rayo de sol esperaba impaciente el canto del gallo, que inauguraba el día. Iliana se levantaba con energía, dispuesta a descubrir las aventuras de cada jornada. Recordaba ir a despertar a su hermana y arrastrarla hasta el jardín de su casa, pese a las quejas de la niña, que siempre pedía un minuto más de sueño. Sus lamentos se terminaban cuando Niebla y el resto de los perros iban a saludarlas. Como todos sus vecinos, la familia de Iliana convivía con muchos animales y a la niña le encantaba empezar el día cuidando de ellos. Disfrutaba de la tranquilidad de las mañanas, de los paseos por el bosque en busca de frutos y de las carreras con Isaura por todo el pueblo. En los descansos de sus quehaceres, solía correr entre los árboles hasta que su hermana y ella encontraban un claro y se tumbaban, exhaustas, sin parar de reír. Iliana nunca lo admitiría en voz alta, pero su cosa favorita en el mundo era escuchar la risa de Isaura, rodeadas de pajarillos y respirando el aire puro del bosque.

Había muchas cosas que echaba de menos en aquella celda, pero ninguna se podía comparar con eso. A veces, Iliana encontraba alivio en esos recuerdos, que se confundían con sueños, y se veía a sí misma sonriendo al ver los árboles frondosos del bosque, a Niebla correteando con el resto de los perros, y a su hermana riendo. Un calor familiar le recorría cuando esas imágenes aparecían en su mente, pero ese calor se convertía en un frío castigador cuando despertaba entre tinieblas y recordaba que ya no estaba en su casa.

Ahora su casa estaba destruida, al igual que sus vecinos, los árboles y Niebla. Ahora su hermana estaba muerta y ella estaba allí, rota, viviendo a base de recuerdos para no olvidar el canto del gallo, el sol y su risa. 

Hijos de Yule (primera parte)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora