Parte I

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POV. Camila
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La típica canción navideña aún sonaba en la radio cuando apagué el motor del coche. Metí la cámara de fotos en el bolso y esperé a que terminase, tarareando el estribillo de forma autómata.

Una de mis tantas manías...

No me gusta dejar las canciones a medias. Bueno, en realidad, no me gusta dejar las cosas a medias y punto. Supongo que lo de la música se deriva de esto último; como terminar un libro por muy malo que sea o ver el final de una película aunque me esté durmiendo del aburrimiento. Estas son las cosas que normalmente sacan de quicio a la gente que me rodea, no lo pueden entender, pero para mí es algo incontrolable.

Cuando la estridente voz del presentador de turno puso fin a canción, apagué la radio y salí al exterior. El frío me traspasó hasta los huesos y no pude evitar estremecerme. Me tapé un poco más con la bufanda y metí las manos en los bolsillos del abrigo.

Después de pasar más de tres horas al amparo de la calefacción del coche, la temperatura real resultaba bastante difícil de soportar. Pese a eso, esbocé una sonrisa a la vez que empezaba a caminar hacia la entrada; después de todo, adoraba el invierno: el frío, la nieve, la Navidad. Especialmente la Navidad.

Cuando era pequeña, mi hermano solía bromear con eso. Según él, mi trabajo ideal sería en la fábrica de juguetes de Papá Noel o en la oficina de correos de Los Reyes Magos.

Sonreí más ampliamente al recordar esa anécdota infantil y entré al vestíbulo. Me apreté una mano contra la cara antes de deshacerme de la bufanda, el contraste de temperaturas había hecho que se me encendiesen las mejillas. Terminé de quitarme el gorro y el abrigo y di un rodeo sobre mí misma.

Nada había cambiado. Los sillones junto a los ascensores seguían tapizados con la misma tela roja de toda la vida, el espejo de la pared izquierda de la estancia seguía teniendo en una de las esquinas inferiores el mismo rayón que Feli y yo habíamos hecho por accidente mientras jugábamos cuando apenas teníamos 10 años; los mismos adornos, las mismas lámparas. Todo tal y como lo recordaba.

—¡Señorita Camila! No la esperábamos tan pronto.

—¡Gustavo! –sonreí y me giré hacia el mostrador de la derecha. —¿Cuántas veces tengo que decirle que no me llame señorita? –le tendí mi abrigo. —Y que no me trate de usted, me hace sentir vieja.

—Lo siento, señorita. –volvió a decir, pero esta vez susurrando.

Volteé los ojos, Gustavo trabaja para mi padre desde que tengo uso de razón y no recuerdo ni una sola vez en la que se dirigiera a mí sin tratarme de usted.

—¿Mis hermanos están? –pregunté.

—El señor Felipe sí, se encuentra en la sala de atrás con su esposa ¿Le aviso de su llegada?

—Tranquilo, siga a lo suyo.

Me colgué el bolso del hombro y me encaminé hacia la parte de atrás. El pasillo que comunicaba el vestíbulo con la sala en la que se encontraba Feli estaba abarrotado de diferentes cuadros, me detuve para observar con detenimiento cada uno de ellos.

Era maniática hasta para eso. Me los conocía de memoria desde que mi altura me permitió llegar a ellos y encima me parecían todos horrorosos; de encargarme yo de la decoración del lugar, los habría cambiado por fotografías. Pero siempre que llegaba después de una larga temporada me detenía unos minutos a observarlos. Era como si con eso estuviese diciendo "¡Hola! ¡He vuelto a casa!". Si es que a aquel lugar le podíamos llamar casa, claro está.

• Navidad para dos || Benjamila •Donde viven las historias. Descúbrelo ahora