Capítulo 4

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Una lluviosa noche de julio llegó Javier con prisas, muy preocupado, a su apartamento. Poco antes de finalizar su turno en el restaurante, en una breve pausa para ir al baño, había descubierto un escueto mensaje de WhatsApp, enviado por su esposa, que le había dejado en ascuas. Por el «tono» en que ella lo había escrito presintió que algo para nada bueno había ocurrido a su alrededor.

Sin molestarse en quitarse el mojado uniforme de mesero, se sentó en la cama y llamó a su mujer. Esta le contestó y, efectivamente, le confirmó, en un mar de lágrimas, algo que no esperaba escuchar ni ese día ni nunca y que le dejó helado, desencajado y sin saber qué hacer ni qué decir: su hijo varón había sido suspendido del colegio por posesión de marihuana, tras ser «delatado» por uno de los caninos adiestrados llevados por efectivos de la Policía Nacional de Colombia esa mañana a la institución educativa en un operativo sorpresa para combatir la presencia tanto de drogas alucinógenas como de armas blancas llevadas ocultas por estudiantes en sus respectivos bolsos escolares. Y, para empeorar la situación, su madre fue citada por las autoridades para rendir declaración y explicar el porqué de la existencia de la yerba estupefaciente en poder de aquel muchacho de apenas diez años de edad.

-¡No puede ser, maldita sea! -explotó el bogotano, abatido y avergonzado, entre sollozos-. ¡Qué he hecho yo para merecer esto, por Dios santo!

Su cónyuge intentó tranquilizarle, pero, lejos de lograrlo, el hombre se exasperó.

-Mañana, a primera hora, hablo con él por video-llamada, me haces el favor de colaborarme, para que me explique por qué carajos tenía esa mierda y para qué la llevaba al colegio, ¿me oíste? ¡Chao! -soltó, furioso, cerrando la comunicación enseguida.

Desolado, se puso en pie y salió de la vivienda. A pesar del torrencial aguacero que a esa hora se desataba contra la gigantesca urbe y buena parte de la provincia de Alberta, el colombiano caminó sin ninguna protección contra el mismo mientras vagaba sin rumbo fijo por el barrio y sus oscuros alrededores boscosos, hasta llegar a la orilla del río Bob, bastante crecido en esos momentos. Empapado hasta los tuétanos, se acomodó en un tronco podrido que allí había y se puso a llorar desconsoladamente.

¡Cómo era posible, no, no, no! Carlitos, su adorado vástago mayor, a quien él y su esposa, con mucha dedicación y amor, habían formado en valores y virtudes morales desde muy pequeño, ¡ahora les salía con semejante domingo siete!

¿En qué habían fallado ambos?

¡Esa era la pregunta del millón!

En la mañana siguiente, fiel a lo pactado, Javier sostuvo un largo y complicado diálogo con el atemorizado preadolescente «contraventor». La explicación que este dio a su padre acerca del «porro» de marihuana descubierto por los agentes escondido en el interior de un bolígrafo fue que dicho útil escolar «se lo había encontrado en el suelo, en la calle, cuando iba para sus clases, pero que no sabía lo que contenía dentro». Desde luego, el bogotano no creyó una sola palabra y, muy enfadado, le conminó a decir la verdad. El chico se echó a llorar y se mantuvo firme en su versión de los hechos.

La madre, quien tras bambalinas se hallaba presente, intervino en la conversación y recalcó a su marido la necesidad de encontrar una solución expedita al problema, más prioritaria e inteligente que seguir profundizando tercamente en el daño ya hecho. El camarero gruñó unos instantes, pero tuvo que reconocer que ella llevaba razón. Recomendó entonces al muchacho que siguiera con idéntico relato de los acontecimientos en caso de ser sometido a algún interrogatorio por parte de personal del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar al frente de la investigación. Sólo así podría conjurar cualquier amenaza de sanción, por parte de dicha entidad, a sus progenitores. En cuanto a su mujer, le sugirió retirar de inmediato al niño del colegio, buscarle con tiempo otro algo más alejado para que ahí repitiera el grado el año siguiente y ponerlo mientras tanto a cooperar con los oficios de la casa, como castigo ejemplar a su «reprochable» acción.

Luz Mery -así se llamaba la señora de Javier- se mostró en total desacuerdo. Creía en las palabras de su hijo y juró que le demostraría a él, a las directivas del liceo y a las autoridades la completa inocencia de aquel. Por ende, continuaría estudiando normalmente en su institución educativa, con la frente muy en alto, hasta terminar el año lectivo matriculado. Después ambos papás decidirían con calma si el chaval cursaba el bachillerato allá mismo o lo inscribían en otra pues.

El bogotano sintió que su consorte lo estaba desautorizando en presencia de Carlitos y protestó airado, tildándola de alcahueta y desconsiderada. La dama, santandereana de armas tomar, pidió al chico que quedara allí en su cuarto donde estaban, cogió la tablet, salió, se dirigió a su alcoba matrimonial, cerró la puerta tras de sí y se encerró en el baño, donde encaró de una buena vez al hombre:

-A ver, hermano, ¿a usted qué diablos es lo que le pasa, ah? ¡Dígame! Este problema lo voy a solucionar yo, a mi manera, porque yo soy la que estoy aquí lidiando a mis hijos, no usted. ¿Me oyó? Y a mí no me vuelve a hablar en ese tonito y menos delante de mi hijo, ¿está claro? ¡Adiós!

Javier quedó lívido frente al teléfono. No sólo se sintió derrotado y desilusionado, también comenzó a experimentar un creciente dolor de huesos acompañado de un paulatino aumento de su temperatura corporal.

¿Valió realmente la pena haber venido a Canadá en solitario, a trabajar duro a tiempo completo, sólo para poder deshacerse más rápido de la agobiante obligación hipotecaria que tenía con el banco desde hacía años y así exorcizar la amenaza de perder la casa que con tanto esfuerzo y sacrificio él y su cónyuge habían logrado adquirir?, se preguntó, una y otra vez, tendido exangüe en su desordenada cama, anegado en la aflicción. ¿Ese era el precio que tenía que pagar por alejarse de su amado y preciado núcleo familiar?

Ese día el bogotano no pudo salir de su habitación siquiera. Una fiebre alta, acompañada de unos escalofríos brutales, se ensañó contra él. Sin duda, consecuencia de la empapada que se había pegado en la lluviosa y fría noche anterior. ¿O no? En todo caso, lo pasó bastante mal, sin probar alimento ni bebida y delirando. Como pudo envió algunos whatsapps a su amigo el salvadoreño, quien no solo notificó a tiempo al jefe de ambos de su ausencia, también acudió a visitarle apenas terminó su jornada laboral y traerle comida del restaurante.

Adrián, preocupado por el estado de su colega, se apresuró a servirle un plato y un vaso y se sentó a su lado a ayudarle a comer y beber, dada su debilidad. Le sugirió llevarlo al hospital, pero el colombiano se negó rotundo. Con la cena y las pastillas de tylenol brindados por su «compa» tendría más que suficiente para pasar la noche. El comprensivo centroamericano le escuchó desahogarse y al final comentó:

-Compadre, déjela que arregle sola el problema entonces si es lo que ella quiere; usted preocúpese por cumplir su promesa de ahorrar, liquidar esa deuda y salvar su casita. ¿Listo? Es preferible perder un año escolar que perder su techo, mi hermano. ¡Establezca prioridades, establézcanlas los dos!

Una Tentación Etiqueta AzulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora