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Sobre los almohadones tan estrechos como el cajón, estuvimos ovillados el uno junto al otro, apoyando la cabeza en un montón de otros cajones, y sólo éramos espiados por Mouschi.

De pronto, un cuarto para las nueve, el señor Van Daan nos silbó y vino a preguntarnos si no teníamos el almohadón de Dussel. Dimos los dos un salto, y bajamos con el almohadón, el gato y Van Daan.

Este almohadón trajo cola, porque habíamos tomado el que le servía de almohada, y Dussel estaba furioso. Tenía miedo a las pulgas del desván, y por esa causa hizo una escena delante de todo el mundo. Peter y yo, para vengarnos, escondimos dos cepillos duros en su cama, y este pequeño intermedio nos hizo reír bastante.

Pero no reímos mucho tiempo. A las nueve y media, Peter golpeó suavemente a nuestra puerta y preguntó a papá si quería ir a ayudarle; no podía arreglárselas con una frase inglesa difícil.

Algo anda mal –le dije a Margot, ¡Este pretexto es demasiado burdo!

Tenía razón: había ladrones en el depósito. En un mínimo de tiempo, papá, Van Daan, Dussel y Peter se encontraron abajo, en tanto que Margot, mamá, la señora y yo nos quedamos aguardando.

Cuatro mujeres, unidas por la angustia, hablan sin cesar, y es lo que nosotras hicimos, hasta que oímos un golpe violento. Luego, silencio absoluto. El reloj señalaba un cuarto para las diez. Todas nos habíamos puesto pálidas, aunque guardando la calma a pesar del miedo. ¿Qué había sido de nuestros hombres? ¿Qué significaba aquel golpe? ¿Habían tenido que luchar con los ladrones? A las diez, pasos en la escalera: papá, pálido y nervioso, entró, seguido del señor Van Daan.

–Apaguen todas las luces. Suban sin hacer ruido. Es de temer que venga la policía.

No había tiempo para sentir miedo. Las luces fueron apagadas; yo apenas si alcancé a tomar un batón antes de subir.

–¿Qué ha ocurrido? ¡Vamos, cuenten!

Ya no había nadie para hacerlo, pues los cuatro habían vuelto a bajar. No reaparecieron hasta diez minutos más tarde, todos a la vez: dos de ellos montaron guardia junto a la ventana abierta en el cuarto de Peter; la puerta del rellano fue cerrada con cerrojo, lo mismo que la del armario giratorio. Se puso un trapo de lana alrededor del pequeño velador, y fuimos un oído solo.

Al percibir desde el rellano dos golpes secos, Peter bajó al entresuelo y vio que faltaba una plancha en el panel izquierdo de la puerta del depósito. Giró sobre sus talones para advertir al defensor de la familia, y los hombres bajaron para reconocer el terreno. Llegados al depósito, Van Daan perdió la cabeza, y gritó:

–¡Policía!

Inmediatamente después, pasos presurosos hacía la salida; los ladrones huían. Con el fin de impedir que la policía viera el agujero hecho en la puerta, nuestros hombres intentaron reponer la tabla en su sitio, pero un puñetazo del otro lado la hizo caer al suelo. Durante algunos segundos los nuestros quedaron perplejos ante tamaño descaro; Van Daan y Peter sintieron nacer en ellos el instinto asesino. El primero dio algunos golpes en el suelo con un hacha. Silencio de muerte. Nuevos esfuerzos para tapar la tronera. Nueva interrupción: una pareja que paseaba por el muelle se había detenido y enviaba la luz enceguecedora de una linterna de bolsillo al interior del depósito. Una interjección de uno de nuestros hombres, y la pareja huyó entonces como los ladrones. Antes de reunirse con los demás detrás de la puerta disimulada, Peter abrió rápidamente las ventanas de la cocina y del despacho privado y mandó el teléfono al suelo. Enseguida todos desaparecieron tras el estante giratorio.

Fin de la primera parte

Nosotros suponíamos que la pareja de la linterna iría a advertir a la policía. Era domingo por la noche, primer día de Pascua; al día siguiente, lunes de Pascua, nadie vendría a la oficina. Por lo tanto, no podríamos movernos antes del martes por la mañana. ¿Te imaginas? ¡Dos noches y un día que teníamos que pasar en semejante angustia! Ninguno de nosotros se hacía ilusiones: la señora Van Daan, la más miedosa, ni siquiera quería que se tuviera encendido el velador, y nos quedamos en la oscuridad cuchicheando y diciendo: «¡chis!, ¡chis!» al menor ruido.

El diario de Ana Frank  (Historia Original)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora