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A las ocho y media me levanté para ir a la ventana, donde siempre nos despedimos. Yo temblaba todavía. Seguía siendo la segunda Ana cuando él se me acercó. Le echo los brazos al cuello y besé su mejilla, y, en el momento de besar la otra, nuestros labios se encontraron y su boca se apretó contra la mía. Presas de una especie de vértigo, nos estrechamos el uno contra el otro, y nos besamos como si aquello jamás debiera cesar.

Peter necesita ternura. Por primera vez en su vida ha descubierto una muchacha; por primera vez también ha visto que la más traviesa de ellas oculta un corazón y puede transformarse tan pronto como está sola a su lado. Por primera vez en su vida ha dado su amistad, se ha liberado. Nunca, antes, había tenido un amigo o una amiga. Ahora él y yo nos hemos encontrado; yo tampoco lo conocía, jamás había tenido un confidente. , y he ahí, las consecuencias...

Para esa misma pregunta que no me abandona: «¿Está bien? ¿Está bien ceder tan pronto, con la misma intensidad y el mismo deseo que Peter? ¿Tengo derecho yo, una muchacha, de dejarme ir así?». No hay más que una respuesta: «Yo tenía ese deseo... desde hace mucho tiempo, me siento muy sola y ¡por fin he podido consolarme!».

Por la mañana actuamos normalmente; por la tarde lo hacemos bastante bien, salvo algún raro desfallecimiento; por la noche, el deseo del día entero se vuelve intolerable, sumado al recuerdo del gozo y la dicha de todas las veces precedentes, entonces ambos pensamos nada más que el uno en el otro. Cada vez, tras el último beso, yo querría escapar, no mirarle más a los ojos, estar lejos, lejos de él, en la oscuridad, y sola.

¿Y dónde me encuentro, después de haber descendido las escaleras? Bajo una luz brutal, entre risas y preguntas, cuidando de no exteriorizar nada. Mi corazón es aún demasiado sensible para suprimir de golpe una impresión como la de anoche. La pequeña Ana tierna es demasiado reservada y no se deja cazar con tanta facilidad. Peter me ha emocionado, más profundamente que cualquier otro muchacho, salvo en sueños. Peter me ha agitado, me ha dado vuelta como a un guante. Después de eso, ¿no tengo derecho, como cualquier otro, de reencontrar el reposo necesario para recuperarme de tal trastorno? ¡Oh, Peter! ¿Qué has hecho de mí? ¿Qué quieres de mí? ¿En qué va a terminar esto? ¡Ah! Con esta nueva experiencia empiezo a comprender a Elli y sus dudas. Si yo fuera mayor y Peter me pidiera que me casase con él, qué le diría? ¡Sé honesta, Ana! Tú no podrías casarte con él pero dejarlo es también difícil. Peter tiene poco carácter todavía, demasiado poca voluntad, demasiado poco valor y fuerza moral. En el fondo, sólo es un niño, no mayor que yo; no pide más que dicha y tranquilidad.

¿Es que, en verdad, no tengo más que catorce años? ¿Es que soy todavía una colegiala tonta? ¿Una personita sin experiencia, desde todo punto de vista? No. Tengo más experiencia que los demás; poseo una experiencia que pocas personas de mi edad han conocido. Tengo miedo de mí misma, miedo de que mi deseo me arrastre, y miedo de no mantenerme recta, más tarde, con otros muchachos. ¡Oh, qué difícil es! Los sentimientos y el corazón están en lucha constante. Cada uno hablará en su momento, pero ¿cómo saber si he elegido bien ese momento?

Tuya,

Ana

Martes 2 de mayo de 1944

Querida Kitty:

El sábado por la noche pregunté a Peter si no opinaba que yo debía contarle algo a papá; consintió, después de alguna vacilación. Eso me puso contenta, pues demostraba la pureza de sus sentimientos. Al volver a nuestras habitaciones propuse inmediatamente ir a buscar el agua con papá. En la escalera le dije:

-Papá, comprenderás sin duda que cuando me encuentro con Peter no estamos sentados a un metro de distancia el uno del otro. ¿Qué te parece? ¿Está mal eso?

El diario de Ana Frank  (Historia Original)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora