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religión, se burla de Jesucristo, y blasfema usando el nombre de Dios; tampoco yo soy ortodoxa, pero me entristece su desdén, su soledad y su pobreza de alma.

Pueden regocijarse quienes tienen una religión, pues no le es dado a todo el mundo creer en lo celestial. Ni siquiera es necesario temer el castigo, después de la muerte; no todos creen en el purgatorio, el infierno y el cielo, pero una religión, sea cual fuere, mantiene a los hombres en el camino recto. El temor a Dios otorga la estimación del propio honor, de la propia conciencia. ¡Qué hermosa sería toda la humanidad, y qué buena, si, por la noche, antes de dormirse, cada cual evocase cuanto le ocurrió durante el día, y todo lo que hizo, llevando cuenta del bien y del mal en su línea de conducta! Inconscientemente y sin titubeos, las personas se esforzarían por enmendarse, y es probable que después de algún tiempo se hallarán frente a un buen resultado. Todo el mundo puede probar este simple recurso, que no cuesta nada y que indudablemente sirve para algo. «En una conciencia tranquila es donde radica nuestra fuerza». El que lo ignore puede aprenderlo y hacer la prueba.

Tuya,

Ana

Sábado 8 de julio de 1944
Querida Kitty:

El apoderado, M.B., ha vuelto del campo con una cantidad enorme de fresas, polvorientas, llenas de arena, pero fresas al fin. No menos de veinticuatro cajitas para la oficina y para nosotros. Inmediatamente nos pusimos a la tarea y la misma noche tuvimos la satisfacción de contar con seis vasijas de conservas y ocho tarros de confitura. A la mañana siguiente, Miep propuso que preparásemos la confitura para los de la oficina.

A las doce y media, como el campo estaba libre en toda la casa y la puerta de entrada cerrada, subimos el resto de las cajitas. En la escalera, desfile de papá, Peter y Van Daan. A la pequeña Ana le tocó ocuparse del calentador del baño y del agua caliente. A Margot, buscar las vasijas. ¡Toda la tripulación actuando! Yo me sentía desplazada en esa cocina de la oficina, llena hasta reventar, y ello en pleno día, con Miep, Elli, Koophuis, Henk y papá. Hubiérase dicho la quinta columna del reaprovisionamiento.

Evidentemente, los visillos de las ventanas nos aíslan pero nuestras voces y las puertas que golpean me ponen la carne de gallina. Se me ocurrió pensar que ya no estábamos escondidos. Es extraña la sensación de que tengo derecho a salir. Llenar la cacerola, a subirla enseguida... En nuestra cocina, el resto de la familia se halla alrededor de la mesa limpiando fresas, llevándose más a la boca que a las vasijas. No se tardó en reclamar otra vasija, y Peter fue a buscar una a la cocina de abajo... desde donde oyó llamar dos veces; dejando el recipiente, se precipitó detrás de la puerta-armario, cerrándolo con sumo cuidado. Todos estábamos impacientes ante los grifos cerrados y las fresas por lavar, pero había que respetar la consigna: «En caso de que hubiera alguien en la casa, cerrar todos los grifos para evitar el ruido del paso del agua por las cañerías».

Henk llegó a la una y nos dijo que era el cartero. Peter volvió a bajar... para oír el timbre una vez más y para girar de nuevo sobre sus talones. Yo me puse a escuchar, primero junto a la puerta-armario; luego, despacio, avancé hasta la escalera. Peter se unió a mí, y nos inclinamos sobre la balaustrada como dos ladrones, para oír las voces familiares de los nuestros. Peter bajó algunos peldaños, y llamó:

–Elli...

Ninguna respuesta... Otra vez:

–Elli...

El estrépito de la cocina dominaba la voz de Peter. De un salto, echó a correr hacia abajo. Con los nervios en tensión, me quedo en el lugar, y oigo:

El diario de Ana Frank  (Historia Original)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora