Capítulo VIII

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Max pasó gran parte de la mañana abriendo un camino alrededor de la camioneta.
Cuando trató de arrancarla, no lo consiguió.
Sergio pasó la mañana cuidando de su hija. Calentó agua y le dio un baño cerca del fuego.

Después, le dio de mamar, la acostó a dormir un rato, echó más leña al fuego y revisó los armarios de la cocina para ver cuántos víveres tenían.
Alrededor de la una, llamó a Max para que entrara a comer.

—La camioneta no funciona. No he conseguido que arranque —le dijo él cuando se sentó a la mesa.
—¿Puedes arreglarla?
—Si supiera cuál es el problema tendría una posibilidad, pero no estoy seguro de qué le pasa.
Después de tomarse un cuenco de sopa de tomate y un sandwich de salmón, salió de nuevo.

Un poco más tarde, Sergio oyó el rugir del motor de la camioneta, pero perdió la esperanza cuando el ruido cesó.
Eso había sucedido hacía dos horas. Max todavía estaba afuera tratando de arreglar el vehículo. Estaba atardeciendo y Sergio comenzó a pensar con resignación que
tendrían que pasar otra noche en la cabaña.

Por suerte, Olivia se había dormido y no parecía preocuparse por nada. Sergio se la cambió de brazo, y al mirar por la ventana, vio que Max había cerrado el capó y se
dirigía hacia la casa.

Sergio metió a Olivia en la cesta y la tapó con una de las mantas de la cama. Se acercó a la puerta y abrió una rendija. Max estaba en el porche quitándose la nieve de las
botas.

—¿No has conseguido arrancarla otra vez? — le preguntó Sergio.
—No —dijo él, y entró—. He toqueteado todo, pero no he conseguido nada —se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero—. ¿Sabes si funcionaba bien la última vez que Mick la utilizó?
—Eso creo —contestó Sergio. Luego frunció el ceño—. La última vez que la utilizó fue el día que murió —dijo, y miró a Max con preocupación. Max se sentó en la butaca y se quitó las botas.

—En el mensaje que me dejaste en el contestador dijiste que él venía hacia aquí, hacia la cabaña. ¿Qué pasó exactamente? —preguntó.
—Mick venía aquí todos los viernes, se quedaba a dormir y regresaba el sábado por la tarde. Venía por el mismo camino que hemos venido nosotros, por la carretera principal y, según un testigo que circulaba en la otra dirección, de pronto giró y se
empotró contra un montón de nieve. El otro conductor se detuvo, pero cuando llegó hasta él ya no pudo hacer nada —le explicó—. Fue hasta el pueblo y avisó a la policía. Remolcaron la camioneta hasta el pueblo, pero aparte de una abolladura en el parachoques delantero no encontraron nada más.

—Debió de morir en el acto —dijo Max con tristeza.
— El juez de instrucción dijo que tuvo una aneurisma cerebral —contestó Sergio.
Max se puso en pie.
—Será mejor que intente quitarme la grasa de las manos —dijo, y se dirigió al baño.
—Entonces, vamos a pasar aquí otra noche —dijo Sergio, cuando Max regresó minutos más tarde.

—Esperaba que a estas horas estuvieran en el hospital, recibiendo atención médica...
—Olivia y yo estamos bien —dijo Sergio —. No te sientas culpable.
—Ya, pero no puedo evitarlo —contestó, y se acercó al fuego—. Tu hija y tú no estarian en este lío si...
—No empecemos —dijo Sergio—. Estamos a salvo. Y mañana vendrá un equipo de limpieza, y podremos salir de aquí.
—Espero que tengas razón —dijo él, sorprendido por su actitud optimista—. ¿Cómo está Olivia? —preguntó, y se agachó para mirar dentro de la cesta.

—Aunque parezca asombroso, está muy bien —le aseguró.
Él lo miró a los ojos.
—¿Y tú, Sergio? ¿Tú cómo estás?
Sergio sintió que se le encogía el corazón al ver que Max se preocupaba por él de verdad. Recordó que su reacción no tenía nada que ver con la atracción que podía sentir por Max, sino que era la consecuencia de la alteración hormonal posterior al parto.

Al calor de las llamas.  ❉Donde viven las historias. Descúbrelo ahora