MPREG (VIII)

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El veinticinco de diciembre de dos mil veintiocho, después de una noche en vela por la fiesta navideña y posterior celebración con mi pareja que terminó conmigo corriendo sobre una silla de ruedas entre los pasillos del hospital; me inyectaron para el dolor insoportable, apenas ingresamos, pero aún creí sentirlo y los nervios desatados pudieron conmigo.

Sin embargo, perdí la consciencia y cuando finalmente desperté, me sentí confundido, dentro de una habitación desconocida que parecía ser parte del hospital; lo corroboré al notar la manguera de solución que salía de mi brazo derecho hacia un aparato que monitoreaba mis signos vitales, en ese momento, me di cuenta de que usaba una cánula de oxígeno también.

—Tobi, despertaste —dijo Ricky apenas ingresó conmigo y caminó a mi encuentro a toda prisa.

—¿Qué pasó?

—Te desmayaste. Debieron inyectarte madurantes para que los bebés se desarrollen más rápido y te quedarás aquí unos días. Ellos deben permanecer en el horno un poco más, Tobi.

—Ricky... —La voz me tembló al hablar, pero era inevitable ante su tono de preocupación y la culpa que reflejó su rostro. De hecho, negué con la cabeza en silencio cuando empezó a disculparse en voz baja y las lágrimas opacaron la miel de su mirada.

—Es mi culpa, Tobi, no debí incitarte a hacerlo; puse ese deseo egoísta por encima del bienestar tuyo y de nuestros pequeños.

—Amor, no es así; no fuiste egoísta, yo también quería porque extrañaba demasiado compartir un momento así contigo.

Halé a mi esposo con la mano izquierda y lo obligué a acurrucarse en aquella cama conmigo. Entre susurros me contó la resolución de Sebas como principal médico tratante: permanecería en hospitalización para asegurar el reposo absoluto hasta la fecha programada para la cesárea o, al menos, la más cercana. Deseaban evitar, en lo posible, un nacimiento prematuro.

—¡Seguí de culión! —Así inició el regaño de Ed, la mañana del veinticinco—. ¡Verga, Tob, debes poner de tu parte, mijo!

Sentí un ardor increíble en el rostro y es que de solo imaginar la manera en que probablemente Sebas puso al tanto de la situación a mi mejor amigo, daba para mandarme a terapia. Por fortuna, Ed se hallaba bastante lejos en su viaje y por allá permanecería hasta enero, tenía previsto estar presente el día del nacimiento de sus sobrinos y aunque le seguía pareciendo una locura toda la situación, antes me había confesado que sería genial desarrollar mi condición y aquel día no fue la excepción.

—No dirías lo mismo si vivieras todo esto —le dije masajeándome el puente de la nariz.

—No me importaría pasar por todo tu desbarajuste hormonal, digo, ¿te imaginas un pequeño osito de mi oso y yo?

Negué con la cabeza en medio de una risa baja. Así el regaño aminoró o mejor dicho, fue reemplazado con los planes maternales, bueno, paternales de mi mejor amigo. Me sentí feliz por su felicidad, resultó bastante relajante y placentero escucharlo cuando dejó de regañarme, claro está.

Los días de no hacer nada en el hospital comenzaron a hartarme, ni hablar de aquello de la alimentación controlada; por más que le decía a Sebas que pasaba con hambre, él, sonriente, señalaba la solución que permanecía conectada a mi brazo.

—Es ansiedad. Haces tus comidas diarias con normalidad y también utilizas nutrición endovenosa, no pasará nada contigo o los bebés por dejar de comer a cada minuto.

—Será ansiedad, ¡pero tengo hambre, Sebas!

—Ricky, tienes permitido traerle una ocasional fruta.

No te esperaba II: EspecialesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora