Jeon Jungkook no era capaz de leer ni una sola palabra del informe que parpadeaba en la pantalla de su agenda electrónica. El temor empañaba su visión aislándolo de la fría eficiencia del despacho de su madre. Ni siquiera el sonido de la voz de Jisoo terminando de atender una llamada conseguía penetrar en su mente paralizada por el miedo. Estaba aterrorizado.
Esa mañana se había sorprendido al despertar hecho un ovillo en la cama, gimoteando. Un psi normal no gimoteaba, no mostraba emoción alguna, no sentía nada. Sin embargo, Jungkook sabía desde niño que él no era normal. Había logrado ocultar su defecto de forma satisfactoria durante veintiséis años, pero las cosas comenzaban a ir mal. Muy, muy mal.
Su mente se estaba deteriorando a un ritmo tan alarmante que había comenzado a experimentar efectos secundarios físicos: espasmos musculares, temblores, ritmo cardíaco anormal y ataques de llanto después de unos sueños que nunca recordaba.
Pronto le sería imposible ocultar su psique fragmentada. Ser descubierto supondría la reclusión en el Centro. Naturalmente, nadie lo llamaba prisión.
Calificado «centro de rehabilitación», proporcionaba un método extremadamente efectivo a los psi para apartar a los débiles del rebaño.
Si tenía suerte una vez hubieran concluido con él, sería un cuerpo babeante sin conciencia. Si no era tan afortunado, conservaría la suficiente capacidad de raciocinio como para convertirse en un zángano más en la vasta red empresarial de los psi, un robot con solo las suficientes neuronas operativas para clasificar el correo o barrer los suelos.
Sentir que su mano aferraba con fuerza la agenda la devolvió de golpe a la realidad.
Allí, sentado frente a su madre, era el lugar menos indicado para derrumbarse.
Quizá Jeon Jisoo fuera sangre de su sangre, pero también era un miembro del Consejo de los Psi. Jungkook no estaba seguro de si, llegado el caso, Jisoo dudaría en sacrificar a su hijo con tal de conservar su puesto en el organismo más poderoso del mundo.
Con férrea determinación, comenzó a reforzar los escudos psíquicos que protegían los corredores secretos de su mente. Era lo único en lo que destacaba y, para cuando su madre finalizó la llamada, Jungkook mostraba la misma emoción que una escultura tallada en hielo ártico.
-Tenemos una reunión con Kim Seokjin dentro de diez minutos. ¿Estás listo? -Los ojos almendrados de Jisoo no denotaban otra cosa que no fuera un sereno interés.
-Por supuesto, madre.
Jungkook se obligó a enfrentarse a la mirada impávida de Jisoo sin pestañear, procurando no pensar en si la suya lo estaría delatando.
Ayudaba el hecho de que, a diferencia de su madre, él tenía los ojos negros de un psi cardinal: un infinito campo negro salpicado de motas de un gélido fuego blanco.
-Kim es un cambiante alfa, así que no lo subestimes. Ese hombre piensa como un psi.
Jisoo se volvió para sacar la pantalla de su ordenador, un panel plano que se deslizaba de la superficie de su mesa.
Jungkook accedió a la información pertinente en su agenda. El ordenador en miniatura contenía todas las notas que pudiera necesitar para la reunión y era lo bastante compacto como para llevarlo en el bolsillo. Si Kim Seokjin se ceñía al perfil, aparecería con copias de todo en papel.
De acuerdo con la información de que disponía, Kim se había convertido en el alfa del clan de leopardos de los DarkRiver a los veintitrés años.
Durante la década siguiente, los DarkRiver habían consolidado su control sobre San Francisco y las regiones limítrofes hasta el punto de que, en la actualidad, eran los depredadores dominantes en aquella zona. Los cambiantes foráneos que deseaban trabajar, vivir o jugar en territorio DarkRiver tenían que recibir su autorización. De lo contrario, las leyes territoriales de los cambiantes se imponían por la fuerza y el resultado era brutal.