Tritón, el caballo de Servei, avanzaba con paso monótono pero constante. El camino era largo y el desierto era especialmente duro para un caballo, por eso varios mercaderes le habían ofrecido comprar camellos jóvenes. Pero a diferencia de muchos otros, él tenía cariño a su caballo.
El caballo tenía el pelaje blanco y aunque empezaba a ser mayor aún tenía gran vitalidad y arrojo.
Del reino de Duriam, el desierto era la tierra más hostil. Era bien sabido por sus gentes que el camino entre Sulrian y Baldor, era una de las rutas de mercaderes más peligrosas, no solo por estar plagada de asaltantes, sino por ser una ruta entre las dunas donde moran extrañas criaturas y peligrosos animales.
Y aunque Servei creía que eran miedos infundados, no pasaron ni dos días antes de que los primeros asaltantes aparecieran en el camino.
A la distancia cualquiera los habría confundido con simples viajeros, pero cuando sus caminos se cruzaron, desenvainaron las espadas.
Llevaban los rostros tapados y montaban sobre camellos. Sus ropas no eran las típicas de los saqueadores, pero solían usar tretas del estilo para confundir a las caravanas de mercaderes y que cuando los guardianes pudieran darse cuenta fuera demasiado tarde.
—Si no quieres tener problemas, danos todo lo que llevas y continua tu camino —dijo amenazadoramente el más grande de los dos —. Te dejaremos agua para tres días. Pero nos llevamos el caballo.
—Por el bien de todos, será mejor que cada uno siga su camino —la voz ronca de Servei imponía respeto y su actitud tranquila inquietó un poco a sus asaltantes —. No es mi intención verter sangre hoy, pero no voy a daros nada.
De entre sus ropajes, sacó el brazo que tenía escondido en el que llevaba un sable curvo.
—Déjate de tonterías, no te lo diremos dos veces -intentó sonar peligroso, pero le tembló la voz.
—Jim vámonos, no parece que vayamos a conseguir nada bueno —la voz de una mujer provino del otro saqueador. —no merece la pena morir por cuatro monedas.
—¡Callate! —le espetó y señaló su espada — solo su espada valdrá más de doscientas monedas de plata.
—Nada más lejos de la realidad muchacho —dijo Servei —Vale más de dos mil.
—Jim venga, vámonos —insistió la mujer.
—Te he dicho que te calles, ya sabes lo que pasará si volvemos con las manos vacías.
—No voy a daros ni un triste cobre —repitió Servei — por lo que si quieres atacar hazlo, pero no creo que acabe demasiado bien para vosotros.
Jim, rojo de ira, golpeó a su camello para lanzarse contra él. Apenas unos segundos después yacía muerto en el suelo mientras su camello se alejaba lentamente.
Fue un movimiento rápido y letal, Jim no tuvo tiempo ni de reaccionar y ahora su sangre manchaba la espada de Servei.
Se notaba que no era la primera vez que pasaba algo así, el caballo de Servei no había hecho ni el más mínimo amago de asustarse.
—¿Y bien? —señaló a la enmascarada con la espada —se perderá solo una vida hoy o querrás que sean dos.
—Yo, no.. —levantó las manos para hacer ver que no quería luchar, y marchó a galope con su camello.
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Dejar marchar a un saqueador siempre era mala idea, solían terminar volviendo con más compañeros y aunque había sesgado muchas vidas a lo largo de la suya, no significaba que le gustara hacerlo.
El desierto era duro y no iba a desaprovechar las provisiones que llevase el saqueador. Guardó la espada del muerto en una alforja y se hizo con las provisiones que llevaba. También se llevó consigo al camello podría venderlo más adelante y con ello sacarse unas monedas.
Prosiguió su camino durante varias horas. A veces seguir la senda entre las dunas se hacía complicado y se desviaba del camino, pero siempre lograba volver a la senda.
A lo largo del camino se encontraba con grandes rocas cuya sombra proporcionaba algo de alivio y descanso.
La noche se echó encima más rápido de lo que le hubiera gustado y todo por haberse parado a enterrar al saqueador. Pero no le gustaba dejar a alguien muerto tirado en mitad del camino.
Se refugió cerca de unas grandes rocas que formaban una pequeña cueva. Siempre revisaba que no hubiera peligros en el interior antes de acampar. Y en ocasiones como esa, mataba alguna que otra serpiente peligrosa.
La cueva le cobijaba del terrible frío nocturno y le servía de defensa natural ante amenazas. Se aseguro de atar bien a las monturas, encendió un fuego y se preparó algo de comida.
La serpiente no es que fuera uno de sus platos favoritos, pero la comida era comida y en el desierto conseguir proteína era más difícil de lo que parecía.
La luz del fuego remarcaba las cicatrices de su rostro, en especial la que atravesaba su ojo.
Su pelo negro oscuro como el carbón asomaba bajo el turbante, y sus ojos verdes mostraban tristeza, la tristeza de un hombre mayor al que la vida le ha dado demasiados palos.
Tenía un cuerpo fornido, propio de un soldado veterano que se ha pasado años entrenando y luchando en todo tipo de situaciones.
Aunque tenía casi cuarenta años se movía con la agilidad de un joven.
El fuego crepitaba frente a él y tenía la mirada perdida. Le gustaba mirar el fuego, era capaz de pasarse horas mirando como el fuego consumía todo cuanto se le echase.
Siempre intentaba llevar en el caballo ramas y arbustos que iba recopilando para poder hacer hogueras por las noches.
Aunque quisiera estar toda la noche en vela necesitaba dormir. Y el fuego ahuyentaba muchos depredadores.
Su mente había empezado a vagar por recuerdos del pasado, recuerdos que venían a atormentarlo, recuerdos que no querían irse.
Para cuando quiso darse cuenta, se había quedado dormido.
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El Reloj del Tiempo
FantasyEl protagonista, Servei, vive una terrible desgracia se embarca en la búsqueda de un objeto mágico del que poco se sabe pero que según cuentan permite volver atrás en el tiempo, y para Servei la simple idea de poder volver al pasado y evitar la trag...