Capítulo 5

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Meto mi ropa interior a la maleta y con eso finalizo de empacar, asegurándome de haber metido todo lo necesario, cierro la maleta y la peso para corroborar que todo vaya bien. Todo listo para el viaje.

—¿Ya empacaste el patito de hule?

Me pregunta Enzo desde arriba en la litera, agarro el pato de hule del bolsillo de mi pantalón y se lo lanzo al estomago, no le miro sino hasta que este pato cae al piso y suelta el aire con un sonido dramáticamente espantoso.

—Me parece una falta de respeto, yo te lo compré con mucho cariño. ¿Qué otro recuerdo te hubiera comprado sabiendo que vas a un crucero?

—No lo sé, tal vez un bono para el bufet más caro que sirven ahí. O nada, solo dame el dinero.

Le extiendo la mano.

—Ya lo gasté todo en ese patito.

Agacha la cabeza como si estuviera defraudado de que no me lo lleve.

—Está bien me lo llevaré.

—¿En serio?

—Si.

Enseguida baja de la litera con un gran impulso y me abraza finalizando con dos buenas palmadas en mi espalda, lo espanto un poco con moviendo mis brazos ya que no me gustan los abrazos.

—Voy al baño y me cuentas cuál es tu misión secreta.

—No lo haré. —Le aseguro, pero él ya estaba adentro del baño.

Aprovecho ese momento para agarrar el pato de hule y guardarlo debajo de mi colchón. Y justo en el momento que suelto la esquina del colchón, Enzo sale, mira el lugar en donde había caído el pato y luego me ve orgulloso.

—Así me gusta, que me obedezcas —vuelve a subirse a su cama.

—Claro —me dedico a doblar la ropa restante que se quedará.

—Dímelo.

—No.

—Dímelo.

—Te digo que no.

—Vamos dímelo.

—Me van a matar si lo hago. Literalmente.

—Eso solo va a pasar si yo se lo cuento a alguien.

—Y con la bocota que te bendijeron al nacer, seguro que algo contarás.

—Adriel.

—¿Si?

—No tengo más amigos que tu aquí.

—Quién sabe.

—Es enserio, no se lo contaré a nadie. Te lo juuro.

—No te creo.

—Por favor, me vas a dejar solo por un mes. Al menos déjame pensando en algo.

—No. N-O.

—Te lo prometo por la virgencita.

Entrecierro los ojos.

—Eres ateo.

—Entonces te lo juro por mi hija.

—Uh... Tu nunca juras por tu hija. —Detengo todo lo que estoy haciendo y lo miro.

—Adriel, amigo yo nunca haría algo que pueda perjudicarte.

—Mierda.

—Entonces...

—Mierda. —Me acerco derrotado, cabizbajo a mi cama y le doy unas cuantas palmadas al colchón.

—¡Si!

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