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Se oía el áspero barrer de una escoba contra el suelo. Abrí los ojos y, asomándome entre las sábanas, vi a contraluz la silueta de una muchacha inclinada limpiando el suelo con ramas secas mientras cantaba una hermosa canción de extrañas notas orientales. Tras ella, la ventana de la habitación revelaba que estaba amaneciendo y los madrugadores devotos entonaban ya sus rezos en un templo cercano. Me desperecé estirándome todo lo que pude y me incorporé en la cama. A mi lado no hacía muchas horas que dormía conmigo aquel misterioso joven de ojos color miel. Sonreí y me dejé caer de espaldas sobre el colchón.

Desde que llegué al hotel no he podido dejar de pensar en él. Seguramente, al verme bajar del coche con mi acento y aspecto extranjeros, pensó que le daría una buena propina si me atendía bien. Tras mirarme unos segundos de reojo, no dudó en acercarse y cargar mis maletas con gran celeridad y acompañarme hasta la recepción. En realidad no era ese su trabajo, pues su uniforme era distinto al de los botones. Sin embargo, ahí se quedó a pocos pasos de mí aguardando a que acabara de hacer el registro totalmente erguido y sujetándose las manos por delante cual guarda de seguridad: espalda recta, vista al frente y expresión seria. Yo lo observaba de vez en cuando con cierta perplejidad, pues me parecía demasiado joven para ese porte. Llevaba un turbante color pardo a juego con su pantalón y una camisa de color granate. El rostro, adornado con barba y bigote encerado de color negro, cejas definidas y esa mirada... esos ojos... De repente se cruzaron con los míos, sonreí y a él se le escapó una sonrisa, aunque en seguida volvió a ponerse serio y mirar al frente. Realmente me pareció muy apuesto.

En cuanto terminé el registro, el joven se inclinó y me indicó con el brazo hacia dónde debía dirigirme. Volvió a cargar mis maletas y fui tras él recorriendo el pequeño hotel hasta llegar a mi habitación. Las paredes eran de color tierra con relieves de motivos geométricos y florales. Las grandes ventanas de cada planta dejaban entrar la luz exterior y del techo colgaban grandes ventiladores para combatir el calor en los días de verano. Mi habitación estaba en la tercera y última planta. Abrió la puerta y volvió a inclinar la cabeza para indicarme que pasara primero. La estancia era amplia y muy luminosa gracias a la gran ventana que había justo al otro lado de la cama. Le indiqué donde dejar mis maletas y gustosa le di la propina que tanto ansiaba. Al principio se negó a aceptarla, pero finalmente accedió. Juntó ambas manos ante su pecho, volvió a inclinarse con una gran sonrisa y se marchó cerrando la puerta con delicadeza.

Me estiré en la hermosa cama. Dejé que mi piel sintiera el suave tacto de la colorida sábana de seda y pasé mis dedos sobre las doradas flores que había bordadas en ella. Los dos cojines de forma cilíndrica también estaban igualmente decorados. "¡Qué hermosura", pensé. Al lado, en la mesita de noche, había una lámpara pequeña y bajo ella, un cuenco que contenía leche junto a dos vasos y un plato con dátiles. Me serví a mí misma y con un vaso en la mano y un dátil en la otra me asomé por la ventana que daba al bello patio del hotel. A lo lejos, unas pocas casas, eucaliptos y campos verdes de trigo. Bebí. La leche era cremosa y dulce. El dátil estaba tierno y delicioso.

Cuando viajo, siempre procuro alojarme lejos de los bulliciosos y masificados lugares turísticos, repletos de tiendas de souvenirs, puestos de comida rápida y visitantes de lo más dispares. Yo prefiero la tranquilidad de un sitio apartado y que no haya perdido su esencia en pro del turismo. Y este lugar era maravillosamente único. Tanto lo sentí así, que en seguida saqué mi equipo fotográfico y comencé a hacer fotos de casi todo: las lámparas, los relieves, el paisaje desde la ventana... Y allí abajo, en el patio, volví a verlo.

Hablaba con otro trabajador del hotel y parecía darle indicaciones. Lo apunté con la cámara y con el zoom centré su rostro en la pantalla. Durante unos segundos lo contemplé así, con la seguridad del que observa sin ser visto. Me quedé embelesada mirando sus gestos, su forma de mover los labios al hablar, sus hermosos ojos... Era tan guapo que no pude resistirme a pulsar el botón y hacerle algunas fotos. De repente miró hacia mí y muerta de vergüenza corrí rápidamente la cortina. Debe ser cierto eso de que cuando miras fijamente a alguien algo hace que se gire hacia ti. Como un instinto, un sexto sentido que nos previene que estamos siendo observados. Aparté un poco la cortina y me asomé ligeramente para verlo de nuevo, pero ya no estaba. Revisé en la cámara las fotos que había hecho: la última era él poniendo en mí sus penetrantes ojos claros. De pronto, llamaron a la puerta. Un escalofrío recorrió mi espalda. ¿Sería él? Tal vez se había molestado. ¿Y qué excusa podía ponerle? Quizás lo mejor era pedirle disculpas y borrar las fotos delante de él... O tal vez lanzarme y pedirle que posara para mí, que con su cara y su físico podía hacer modelaje perfectamente. No, esto último era demasiado atrevido. Coloqué temblorosa la mano en el pomo y, tras coger aire, abrí la puerta de un tirón.

Dátiles con lecheDonde viven las historias. Descúbrelo ahora