Parte II

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A las seis y media de la tarde, Seba y yo estábamos lejos del camping.

Valle del Elqui es una especie de ramificación vegetal que se mete entre las faldas de las montañas. Un oasis en medio de un desierto. Hay un río que lo atraviesa y hace posible que existan plantas y sauces. También se pueden ver a lo lejos campos de viñedos que forman cuadrados perfectos en los cerros, aunque estos son regados de forma artificial.

La gente dice que el Valle emite una energía mística. Creo que es porque hay muchos cuarzos en la tierra, o algo así. Los hippies vienen a menudo a arreglar sus chakras a este lugar y gente como nosotros lo visitamos para descubrir si es cierto o no.

Aquel día temí que todo lo que oí fuera verdad. Pues, de ser así, Canela se habría desorientado producto de las ondas energéticas del lugar y le costaría trabajo volver.

—¡Canela! —gritábamos a los cuatro vientos.

Caminamos durante dos horas a lo largo del río, revisando matorrales y plantas, hasta que el cielo empezó a oscurecer sobre nuestras cabezas. El murmullo de los sauces al sacudirse con la brisa del atardecer llenaba el silencio cuando no gritábamos.

Me di cuenta por los viñedos en los cerros, los cuáles se habían vuelto cada vez más cercanos, que estábamos muy lejos del camping.

Saqué la linterna de mi mochila para alumbrar el camino. Seguimos el círculo de luz un par de metros más allá. Me detuve junto a una roca que tocaba el río.

—Deberíamos volver —propuse al mismo tiempo que abría una botella de agua para hidratarme—. Quizá mis papás nos están buscando.

Vi que el rostro de mi hermano fue desfigurado por la decepción. No protestó y me imaginé que estaba pensando lo mismo que yo: nos podíamos perder si seguíamos ahí hasta el anochecer.

Antes de dar la vuelta para regresar, oí un ladrido que hizo eco en mis oídos.

Los dos nos miramos.

Otro ladrido hizo eco en el Valle.

—¡Canela! —exclamó él—. Fran, no nos podemos ir sin ella.

Fue imposible oponerme, así que continuamos la búsqueda. Esta vez gritamos su nombre con más energía para que nos encontrara.

Avanzamos por los matorrales hacia donde habíamos escuchado el ladrido. La luz del sol se había ido por completo y la linterna que yo sostenía en mi mano guiaba el camino.

Escuché un ruido. De inmediato frené mi caminata y apunté la luz hacia donde creí haber oído el sonido de algo meterse dentro de un arbusto.

Moví con lentitud la linterna para visualizar los alrededores. Mis ojos buscaron el pelaje color caramelo de mi perrita, pero nada de lo que examiné era distinto a una planta.

Algo centelleó dentro de un matorral cuando recibió el paso de mi linterna. Devolví la luz y me detuve allí.

—¿Canela? —preguntó Seba, quien miraba atento detrás de mí.

Eran dos puntos brillantes que apuntaban hacia nosotros como ojos.

—¿Fran? ¿Es Canela?

Negros y grandes como bolas de billar.

—Fran.

No eran los ojos de un perro, ni tampoco de un animal pequeño.

—Seba, vámonos de aquí —dije con la voz agarrotada de miedo—. Hay algo raro en ese arbusto.

Retrocedí con rapidez para alejarme junto a mi hermano, pero una piedra bajo mis zapatos, que no vi por la oscuridad, hizo que me tropezara y cayera de espalda en la tierra. Mi linterna salió disparada de mis manos cuando intenté protegerme de la caída y rodó hasta el arbusto donde había visto los ojos negros.

Dentro de mi pecho mi corazón latía con violencia. Al perder la luz, entré en un estado de vulnerabilidad que heló mis entrañas.

—Fran, levántate. Rápido. —Seba me agarró del brazo para ayudarme.

Me coloqué de pie y busqué a mi alrededor alguna rama lo suficientemente larga para alcanzar la linterna desde la distancia. Pero apenas podía ver mi alrededor.

Mientras Seba y yo palpamos con nuestras manos los matorrales para encontrar una rama larga, la luz empezó a parpadear.

—No, no, no, no.

Estuvo así durante unos segundos, hasta que la batería murió y finalmente se apagó.

Negro. Como si me hubieran arrebatado los ojos. Sentí mi aliento chocar contra un vacío ciego. No había ni una sola pizca de luz, y las estrellas que cubrían el cielo anochecido no iluminaban nada. Escuché el llanto de mi hermano en alguna parte de mi alrededor.

—Seba, no te alejes de mí.

Intenté buscarlo estirando las manos hacia el frente.

—Seba.

—¿Fran?

«¿Necesitas ver?», escuché una voz dentro de mi mente, seguido de un poderoso resplandor que dio directo contra mis ojos. Los cerré instintivamente.

¿Qué mierda había sido eso? ¿Me estaba volviendo loca?

Con una mano hice una visera y abrí los párpados.

El alma se me salió de la boca con una exhalación que me dejó vacía e inerte de pavor. Sentí el terror enfriar mi circulación y mi cuerpo se congeló.

Frente a mí había una criatura humanoide que abandonó su escondite en los matorrales y me miraba de vuelta, arrodillado y con mi linterna apagada en su mano. Sobre su cabeza emergía una antena que se encorvaba hacia adelante y terminaba en una ampolleta luminiscente.

Era blanco y pálido como el pan crudo. Las esferas negras que había visto entre las ramas eran sus ojos y me observaban con una expresión triste. Tenía una cabeza calva, cuello largo, torso delgado, y extremidades con la misma delgadez de una manguera. No tenía boca ni tampoco nariz. Era escuálido y lánguido como si le faltara una estructura ósea.

—Seba —lo llamé con una voz que, por el terror, salió cortada—. Corre.

Giré la cara para mirarlo. Seba estaba en shock y no había movido ni un solo músculo.

Tiré su mano y me eché a correr a la oscuridad. Sentí en mi cara las ramas de los arbustos rasmillarme. Choqué contra los troncos de los árboles. Pisé rocas que nos botaron al piso. Intenté seguir las estrellas para hallar una salida dentro de aquella oscuridad absoluta, pero la naturaleza nos acorralaba por todas partes. Cada vez que escogía un camino por el cual huir, mi nula visión me lanzaba contra una vegetación que cerraba mi paso como una pared.

Luché por seguir caminando en línea recta hacia donde yo creía que estaban nuestros padres, pero mi pie tropezó con una roca y caí de bruces a un matorral que nos absorbió entre sus ramas.

Ámbar ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora