El ladrón de estrellas

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(Dedicado a mi fiel amigo Julio
Y gracias a Carol por su continuo apoyo).


Vendía mis pulmones al destino.

Calada tras calada consumía mi suerte.

Pero siempre salía Cruz.

Aunque aquel día el calor del mes hubiese amainado como anunciando a voces el invierno, había algo que dentro de la voluntad humana jamás se apagaba: las ansias del juego.

Mirada al frente y alrededor se podría ver «La petaca y el jarro», aquella acogedora cantina dirigida por el taciturno Alessio «La Volpe»: «El zorro». Un sitio amigable en medio de parajes sin nombre.

Exhalando humo por mis fauces lanzaba un par de miradas azules al establecimiento. La madera del sitio relucía cuidada con celo, las lámparas estaban atendidas y las mesas yacían recias y estoicas. La barra, donde se ubicaba El zorro atendiendo a los desventurados, relucía como una afirmación: el respeto y el buen comportamiento pesaban tanto como cuarentaidós barriles llenos de ron -número que le gustaba presumir a aquel italiano-. El zorro limpiaba la barra como si fuera un espejo de su propio ser.
Los vaqueros, en un extremo de la cantina, bailaban celebrando el fin de un verano jodido, mientras que el sheriff, Coleson, bebía junto a su ayudante la paga del mes en otro extremo; en mitad las huestes del alcoholismo danzaban haciendo a un lado las mesas. El sitio se veía lleno y contento como si con cada eructo y con cada pisotón al unísono ritmo de los músicos, se esbozara una sonrisa en las caras coloradas de las gentes de Jake's Creek.

Mirando hacia abajo podía ver aquel bote jugoso, cuatro idiotas, ceniceros, un grupo de pintas espumantes y en mis manos: un sueño. Las monedas sobre la mesa parecían pequeñas montañas, simulacros de edificios como los que había en el este. Una tentación pintada de plateado y bronce.

Unas cuantas palabras con el dueño del lugar y ya se nos hubo apartado una mesa para nuestro juego de póker; aquel italiano era severo, pero esas monedas que arrojé sobre aquel jarro vacío le hicieron brillar los ojos como mil soles. Llevábamos rato jugando y el bote había crecido. Relamiéndose por aquel: cuatro sinvergüenzas.

-¡Dylan! -exclamó hacia mí Rick aquella fachada- ¡Que empiece esto ya y de una vez, joder! Esta mano, señores..., lleva escrito mi nombre -decía brillante agitando sospechosamente sus cartas-.

-¡Y una mierda! -le reprendió aquel jornalero rechoncho: Bronson-. Esta partida huele a gloria. ¡Mi gloria!

-No estarás oliendo el bistec que preparan en la cocina, ¿verdad, gordo? -rió Clay llevándose su cigarro a la boca- Ya veremos -sonrió-.

-Olvidan una cosa, imbéciles. Es el rubio quien reparte -arremetió, al final, Troy Coleson, hijo del sheriff hacia mí-.

-¿Y qué? -preguntó Bronson-

-¡Que jamás he visto su cara por aquí! Entre esto y el haber convencido al Zorro...

Yo simplemente sonreí un poco. Mi sombrero, descansando sobre la mesa, revelaba quizá un poco más de la cuenta.

-Si quieren llevarse bien con el Zorro, caballeros, comiencen por pagar a tiempo, dejar propina y no hacer desastre -dije liberando mi cigarro de su cárcel gris agitándolo sobre el cenicero-.

Estallaron las carcajadas. No lancé mi mirada azul hacia ninguno de ellos en específico, pero todos rieron sobre Troy, el hijo del sheriff, quien me retaba con sus ojos grises apunto de encenderse.

-¿Has escuchado, chico? ¡Hay que comportarse! -burló Bronson para luego llevarse aquella cerveza al gaznate-.

-Así es, Troy. Tu padre lleva la estrella, tú no. No eres invencible -dijo Clay tamborileando la mesa con sus dedos-

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⏰ Última actualización: Jan 24 ⏰

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