Empezar a vivir

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Un día, sin buscarlo, te pones a pensar,
y entendés que sanar no es ausencia de dolor,
que el proceso no fue un camino sin lágrimas,
sino que estuvo lleno de espinas,
quizás demasiadas para soportar.

Pero algo cambia, como un amanecer tardío,
te das cuenta de que el dolor ya no manda,
que no tiene las riendas de tu vida,
que ya no define tus pasos,
ni dicta el ritmo de tus días.

Es ahí, en ese instante de claridad,
donde te encontrás realmente.
Probás cosas nuevas,
abrís puertas que antes temías,
lográs metas que parecían imposibles,
y empezás a cuidar de vos misma,
de tu mente, de tu alma,
de esa paz que tanto esquivaste.

La vida deja de ser una carga,
y por fin empezás a vivir al mil por ciento.
Te redescubrís, te reinventás,
y entendés que no hay mayor compañía
que la que vos misma podés darte.

Porque siempre, aunque lo hayas dudado,
fuiste suficiente.
Siempre lo fuiste, aunque otros intentaran
convencerte de lo contrario.

Todo lo que pasó, con sus golpes y lecciones,
fue el puente que te trajo aquí,
a este lugar de luz,
a este renacer que llamás tuyo.

Y entonces lo ves claro,
como si el mundo se abriera ante tus ojos:
el dolor, la pérdida, las caídas,
todo fue suficiente y necesario,
todo valió su peso en cicatrices.

Ahí, justo ahí,
es cuando empezás a vivir de nuevo,
cuando el pasado deja de doler
y se convierte en un maestro silencioso.

Es cuando entendés,
que siempre tuviste el poder,
que siempre fuiste tu mejor refugio,
y que la vida, al fin,
te pertenece a vos.

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