Esa mañana que despertó sintiendo las sábanas pegajosas debajo de él, Erasmus no comprendió, en un principio, qué era lo que había sucedido. El sueño se desvaneció, poco a poco, dejando una sensación de tibieza; se revolvió, somnoliento, sus miembros lánguidos por el placer que perduraba. La acogedora ropa de cama se sentía bien contra su piel.
Fue Pylaeus quien apartó las mantas, reconoció los signos, y envió a Delos a tocar la campana y a un joven mensajero corriendo al palacio, la planta de sus pies destelló sobre el mármol.
Erasmus se revolvió en la cama, se dejó caer, se arrodilló con la frente presionada contra la piedra. No se atrevía a creer, sin embargo su pecho se llenó de esperanza. Cada partícula de su cuerpo era consciente de que las sábanas se iban de la cama, envueltas con mucho cuidado, y atadas con una cinta de hilo de oro lo que significaba que… «por fin, oh por favor, al fin…», había sucedido.
“El cuerpo no será apresurado”, le había dicho amablemente el viejo Pylaeus una vez. Erasmus se había sonrojado ante la idea de que pudiera haberse reflejado el ansia en su rostro; sin embargo, cada noche lo había deseado, deseó que viniera antes de que el sol se levantara, y fuera otro día más. El anhelo que tenía en esos últimos días había adquirido una nueva particularidad, una llamada física que recorría todo su cuerpo como el temblor de una cuerda pulsada.
La campana empezó a sonar por los jardines de Nereus cuando Delos tiró de la cuerda y Erasmus se levantó, su pecho se llenó de los latidos del corazón al seguir a Pylaeus a los baños. Se sintió desgarbado y demasiado alto. Era viejo para aquello. Era tres años mayor que el más antiguo en tomar las sedas de instrucción antes que él; a pesar de todo, el ferviente deseo de su cuerpo ofrecía lo que fuera necesario para mostrarle preparado.
En los baños, los surtidores de vapor fueron encendidos y el aire en la sala se volvió pesado. Se empapó primero, luego se tendió sobre el mármol blanco y su piel se calentó hasta que la sintió palpitar con los perfumes del aire. Se tumbó en una postura sumisa con las muñecas cruzadas sobre su cabeza, lo que, algunas noches, había practicado en la soledad de su habitación, como si practicando pudiera evocar ese mismo momento a su ser. Sus miembros se volvieron maleables contra la piedra lisa debajo de él.
Lo había imaginado. Al principio con excitación, a continuación, con ternura, y luego, al transcurrir los años, desconsoladamente. De qué manera yacería quieto durante las atenciones, cómo reposaría completamente inmóvil. Cómo, al final de los rituales del día, la cinta de oro de las sábanas se ataría alrededor de sus muñecas y se le dispondría sobre la litera acolchada, el enlazado de la cinta sería tan delicado que un solo aliento podría causar que el nudo se deslizara abierto, por lo que él debía yacer muy quieto cuando la litera atravesara las puertas para comenzar su entrenamiento en el palacio. Había practicado aquello también, presionando las muñecas y los tobillos juntos.
Salió del baño aturdido por el calor y maleable, de modo que cuando se arrodilló en la postura ritual se sintió natural, sus extremidades flexibles y dispuestas. Nereus, el propietario de los jardines, desplegó las sábanas y todo el mundo admiró las manchas; los muchachos más jóvenes se agruparon alrededor, y mientras estuvo arrodillado le tocaban y le daban felices cumplidos, besos en la mejilla; una guirnalda de campanillas blancas se dejó alrededor de su cuello, flores de manzanilla fueron dispuestas detrás de su oreja.
Cuando había imaginado aquello, Erasmus no había vislumbrado que se sentiría tan emotivo a cada momento: el pequeño y tímido ofrecimiento de flores de Delos, la voz temblorosa del viejo Pylaeus cuando dijo las palabras rituales; el hecho de tener que separarse volvió todo, de repente, muy querido. Sintió, repentinamente, que no podía quedarse donde estaba, arrodillado; quería levantarse, dar un feroz abrazo de despedida a Delos. Salir corriendo a la estrecha habitación que dejaría atrás para siempre, la cama desnuda, sus pequeñas reliquias que también debía abandonar, la ramita de flor de magnolia en el jarrón del alféizar.